No creo que exista un amante del fútbol que luego de ver el gol que anotó Cristiano a la Juve, por los cuartos de la Champions, no haya comentado la perfección con la que se elevó y le dio a la pelota para derrotar a Buffon. El diario El País, obnubilado por el momento que atraviesa Cristiano y por la anotación misma, desmenuzó la conquista, detallando que el botín derecho del luso golpeó la pelota a 2,21 metros de altura, que esta desarrolló una velocidad promedio de 81 kilómetros por hora y que debió recorrer 13 metros antes de que los madridistas celebraran.

Es probable que en medio de la excitación que el tanto generó pocos hayan recordado a Ramón Unzaga. Es más, me atrevería a suponer que ni siquiera Cristiano tiene demasiada claridad sobre quién fue el susodicho ni mucho menos debe estar enterado de la importancia que un lugar llamado El Morro tiene para el gol que anotó a mediados de la semana pasada.

Unzaga, para quienes no lo conozcan, fue, si no el inventor de la chilena, el primer futbolista de quien se tiene registro de haberla ejecutado. Estamos hablando del año 1914, cuando este bilbaíno, que desde los 12 años se avecindó en Chile, más precisamente en Talcahuano, construía una pequeña leyenda como patrón del área defendiendo los colores del club Estrella del Mar. Era incansable, Unzaga. Bravo por abajo y también en el juego aéreo, cuestión en la que se veía favorecido por la práctica del atletismo donde se había especializado en el salto, en sus diferentes variantes (largo, alto, con garrocha).

Una tarde de enero de 1914, en el estadio El Morro de Talcahuano, Unzaga se despegó del piso de un brinco, igual que un pájaro, y realizó una contorsión con su pecho ofrecido al cielo: sus piernas se sacudieron como una tijera y el golpe que le dio a la pelota provocó el asombro de sus compañeros. Aquello fue un momento fundacional y una vez terminado el partido no hubo quien no hablara de esa jugada que, por el hecho de haber sido ejecutada en tierra de choros, recibió inicialmente el nombre de Chorera.

Unzaga perfeccionó la cabriola y el golpe e hizo de la Chorera la novedad del Sudamericano de 1916, que se disputó en Buenos Aires. Solo que en las tierras del tango, el nombre original mutó a Chilena, apelativo con el que la jugada se popularizó en el continente.

Años más tarde, el capitán y mártir de Colo Colo, David Arellano, se convirtió en un eximio ejecutor de la chilena y en la gira que hizo el club popular a España a fines de la década del 20, obligó al asombro de quienes lo vieron elevarse de espaldas al suelo para soltar ese latigazo letal que sorprendía a los rivales. En la década del 30, el brasileño Leonidas agregaría otros capítulos a la historia de la Chilena, anotando goles a través de esa vía en los diferentes equipos a los que defendió.

Si bien con el tiempo la Chilena ha recibido otros nombres me gusta imaginar que cada vez que se hizo referencia al gol de Cristiano a la Juve se cumplía aquella idea que el filósofo griego Crátilo expresó mucho antes de que el fútbol existiera: que en las palabras está contenida la esencia de las cosas que estas nombran. De tal modo que en la letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo (como escribiera Borges). Así, al rememorar la Chilena de Cristiano, también rememoramos las que hizo Leonidas, David Arellano y, por encima de todo, aquellas que dibujó bajo el cielo sureño ese bilbaíno que se hizo chileno creciendo en las calles de Talcahuano y que un día se puso patas para arriba para hacer historia.

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