Los dos lados del charco

REAL MADRID BAYERN 2


Tiene sus particularidades la Copa Libertadores. Detalles que la distinguen y diferencian con largueza de su hermana pituca al otro lado del charco. Viajes muy largos, cambios de climas, de alturas, de humedades. Canchas perfectas y potreros inmundos. Estadios modernísimos y otros todavía con tablones y hoyos en el pasto que parecen surgidos de un cuento de Realismo Mágico (el de Manta, sin ir más lejos). Todo al mismo tiempo, mezclado, misceláneo, híbrido, heterogéneo, promiscuo. Como almacén de barrio.

Para algunos eso es una sabrosura inigualable que aún nos ancla en los viejos tiempos. Más cálidos, más propios. Para otros, la certificación definitiva de nuestra condición de sudacas, de improvisados, de tercer mundistas. He visto gente que llora, por ejemplo, al comparar el centenario de Montevideo, el Monumental de River o nuestro Nacional con los palacios modernistas en los que se juega en Londres, Madrid o Munich.

Y es verdad. La diferencia es gigantesca. Incluso en organización. Me tocó hace algunos años trabajar en el canal que tenía los derechos de la Champions para la televisión abierta (cuando eso se podía). Y lo que más nos llamaba la atención era que los organizadores mandaban la señal de los partidos de todas las ciudades de Europa al mismo tiempo, aunque transmitiéramos sólo uno en directo. El caso es que eso nos permitía certificar a través de las pantallas de la sala de dirección que, cada miércoles de Champions, 12 partidos comenzaban en el mismo segundo en 12 países distintos. ¡En el mismo segundo! Siempre. Pitazo a las 15.45 y la pelota corriendo en Roma, Belgrado, Berlín, Barcelona, Kiev, Atenas, Liverpool, París y un largo etcétera. Perfecto. Mecánico.

Acá no. Acá hay que rezar para que los partidos comiencen a la hora. O para que los aviones lleguen a destino. O para que las hinchadas no se agarren con las tropas de la policía o del Ejército. En la Copa Libertadores todavía te puedes encontrar, en cualquier momento, con batallas campales, árbitros arrancando, cortes de luz, dirigentes entrando al terreno de juego o estadios sin ambulancias ni tribuna de prensa (y a veces hasta sin baños).

Ahora ¿dónde hay más emoción y belleza? Es cosa de gustos. Y de personalidades. Hasta de edades: yo, por ejemplo, pasados los 50 cada vez tengo menos tolerancia al desorden, la impuntualidad, la improvisación, la cosa mal hecha, al desbarajuste y el abandono. Aunque tampoco me gusta lo que pasa al otro lado: que teniendo toda la plata del mundo prefieran poner seis árbitros en vez de darle campo libre al VAR y terminen haciendo el ridículo. O que, juegue bien o juegue mal, siempre termine ganando el Real Madrid. O que ante injusticias brutales nadie incendie la pradera y terminen, siempre, abrazándose entre todos, caballerosamente, una vez cerrada la lucha.

Llega a ser fome. Con sus límites, claro. Tampoco es sano caer en la desvergüenza sudaca, en el aval de la cochinada y la trampa, en el despliegue orgulloso de la "viveza criolla". El otro día en la transmisión de una canal de cable para el partido del Madrid con el Bayern, el relator argentino criticaba a James Rodríguez por haber tirado la pelota afuera cuando un rival estaba en el suelo "pese a que iban perdiendo". Pese. Como si lo único importante fuera ganar, aún a riesgo de ser mal educados, tramposos y malas personas. Un discurso añejo y ordinario que entró fuerte en este lado del mundo en la prehistoria, cuando argentinos, brasileños y uruguayos sumaban y sumaban títulos no sólo porque eran buenos, sino, muchas veces, gracias a que no había televisión para repasar las imágenes, a que no existía el doping y a que la dirigencia sudamericana era comandada por delincuentes de fuste como Grondona, Leoz, De Luca o Figueredo.

¿Son los europeos blancas palomas? Claro que no, pero pareciera, a veces, que les importa un poco más el viejo tema de la igualdad de oportunidades, de la cancha pareja. Quizás porque muchos son protestantes, luteranos, anglicanos. Gente más juiciosa y menos doble estándar que nosotros los católicos. Tipos que de verdad creen en la meritocracia, en que el premio debe ser siempre para el que trabajó más y mejor. Quizás exagero, pero convengamos que al menos no hacen un discurso público que justifica y hasta glorifica la trampa, como algunos tunantes de por acá. Hay mucho que aprender y mejorar. Y que entender. Como esas leyes no escritas, pero cada vez más evidentes, que indican que el que trabaja mal, se ataranta o se confunde, dosifica a pito de escopeta, deja de creer en el protagonismo, retrocede y se pone temeroso, siempre tendrá su castigo y las verá verdes en la Copa Libertadores. A veces sin alcanzar a pasar, por años, una simple primera fase. ¿Le suena?

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