El placer del campeón

Jaime Valdés
Foto: Agencia Uno.


Quién podría poner en duda los merecimientos de Colo Colo para alzarse con una nueva estrella. De jugar a jugar, fue el mejor -vi a la U, también a Unión, y a ambos les faltaban charreteras para aspirar a mejor suerte que la que tuvieron-. Me alegré por el equipo y también por ese fenómeno llamado "Colocolinidad", que no sabe de fronteras etarias, sociales ni geográficas. Hay simpatizantes de Colo Colo que son ancianos y otros que recién aprenden a hablar; los hay obreros y empresarios, de derechas y de izquierdas, desde Arica a Magallanes, como dice el himno.

No digo que en otros clubes ese fenómeno no se repita, pero es entre los hinchas de Colo Colo donde se advierte de manera más prístina. Por lo demás, son tantos los colocolinos que es difícil que entre nuestros amigos no haya alguien que se identifique con sus colores, por mucho que uno transite futbolísticamente por una vereda distinta.

Cada vez que pienso en Colo Colo -como ahora- es inevitable que dentro de mi cabeza aparezcan algunos de esos amigos, a los que, por distintas razones, no he podido ver como quisiera y que tenían o tienen una particular relación con el Albo.

Nunca me voy a olvidar de esa tarde de junio de 1991, cuando Colo Colo enfrentaba a Olimpia en la final de Copa Libertadores. Luego de que a cinco minutos del final Herrera pusiera el 3-0 definitivo, las antorchas comenzaron a encenderse. Sentado a mi diestra en la tribuna de prensa estaba Sergio, quien seguía el partido con los ojos humedecidos e intentaba, de manera poco eficiente, contener los pucheros. Cuando le pregunté qué le pasaba, me contestó: "Esto sólo un colocolino podría entenderlo". Y tenía razón, había que tener la sangre blanca para comprender a cabalidad lo que significaba esa primera y única Copa Libertadores para el fútbol chileno.

Inevitable también es que recuerde a Carlitos Casale. Acabo de ver una foto en la que aparecen él y su hijo Agustín abrazados. En el babero del chico que luce el emblema de Colo Colo se lee: "Yo y papá… un solo amor". El homenaje lo cuelga en Facebook su compañera, Carola, y es emotivo porque pareciera que Carlos celebrara esta nueva estrella alba. Bueno, quizá sea así, aunque hace ya unos años que él dejó este mundo. Dudo que haya otro colocolino tan bueno para contar historias y que relate el gol de Maradona a los ingleses -imitaba al gran Víctor Hugo Morales de manera tan magistral que superaba la versión original-mejor que él.

Y si me alegro por ellos, porque a su manera ambos deben estar celebrando, también debo mencionar a Roberto Fuentes y a su hijo Pablo. Roberto es el escritor más colocolino que conozco y el artífice de una de las más lindas relaciones padre e hijo que conozco. Bien por ambos, que de seguro siguieron el partido por TV y festejaron junto a todos los personajes de las historias de Roberto.

De seguro, como dice el dicho, la marraqueta tuvo un sabor distinto en el desayuno de los colocolinos. Ya les llegará a otros el turno de celebrar. Tal vez lo más importante sea entender -tanto en la hora del festejo como en la de la resignación-, que no nos jugamos la vida en un partido de fútbol, tampoco en un campeonato, que el amor por un club tiene que ver más con inventar una ventana a través de la cual podemos ser más felices, por el placer de sentir que la boca se nos llena con esa palabra que usamos muy de tanto en tanto: campeones.

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