Aldo Mascareño, sociólogo: “Los chilenos tendremos que aprender a convivir en el disenso”

FOTO: PATRICIO FUENTES Y./ LA TERCERA

Crítico de la “compulsión de consenso” de la política chilena, pero no a la manera del Frente Amplio, y difusor de ideas liberales pero a marcada distancia de Carlos Peña, Aldo Mascareño (editor de la revista Estudios Públicos del CEP, profesor de la UAI y doctor en Sociología de la U. de Bielefeld, Alemania) ha pensado en sus últimos artículos sobre la torpe relación de nuestro sistema político con el creciente pluralismo de la sociedad. Partidario de los “principios suaves”, cree que llenar la Constitución de derechos particulares daría lugar a instituciones insensibles, y que la teoría crítica perdió de vista que el gran opresor no es hoy el capital, sino la indiferencia de los sistemas sociales.


No es habitual que un investigador del CEP relativice el virtuosismo de los consensos, pero usted plantea que las posiciones moderadas se han hecho un mal favor al apostar tanto por ellos.

La idea, más bien, es que la sociedad chilena se ha vuelto muy plural en los últimos 20 años. Y que los chilenos, por lo tanto, tendremos que aprender a convivir con el disenso entre nosotros. No diría que los consensos se volvieron irrelevantes, el estallido y la pandemia probaron que son necesarios. Pero sí diría que la compulsión de consenso ha limitado al sistema político, lo ha disociado de la diversidad que existe en la sociedad. En las sociedades contemporáneas hay que tener mucho respeto por los disensos, porque es la manera de reconocer, de valorar simbólicamente, la pluralidad que florece en ellas. Y el sistema político chileno, como se ha pensado a sí mismo desde un ideal de quietud y armonía, lo hace bien con la producción de consenso, pero muy mal con la apertura al disenso.

¿Ese sería un rasgo histórico o una herencia de cómo se hizo la transición?

No, es muy anterior a la transición y a la dictadura. Tiene que ver con las formas más tradicionales de la sociedad chilena, basada en una unidad moral y normativa muy fuerte.

A este país tan largo y difícil de juntar, siempre le obsesionó la unidad.

Exactamente. Los consensos de la transición le dieron una expresión más política a eso, pero en términos culturales siempre existió esa tendencia de domesticar la diferenciación y entender el disenso como anomalía. El problema es que los consensos van a ser cada vez más improbables y, cuando se alcancen, más inestables. Y quizás la política se ha demorado en advertir que esta pluralidad en expansión no es sólo estructural, también es normativa.

Además de diferenciarnos como individuos, entendemos de distintas maneras la vida en común.

Claro, ya no estamos tan convencidos de que una estricta cohesión entre todos nosotros sea la mejor forma de avanzar, como podía pensar la sociedad del siglo XX. Pero tampoco sabemos muy bien cómo tratar con ese pluralismo, lo seguimos encasillando institucionalmente. Las acciones del Tribunal Constitucional frente a la llamada “agenda valórica” son un ejemplo muy claro.

Pensando en el proceso constituyente, usted ha propuesto que necesitamos “constituir el disenso”.

Sí, es una fórmula ambigua para decir que, si la propia sociedad se ha constituido a sí misma en términos de diferenciación más que de unidad, el desafío de este momento constituyente es no tratar de redefinirla como una nueva unidad. Es un ejercicio contradictorio, porque también hay que fijar ciertos límites, ciertos arcos de interacción. Pero tenemos que pensar en instituciones que puedan hacer eso sin someter al disenso a un horizonte únicamente consensual. Hasta cierto punto, nuestro sistema político ha aprendido a pensarse así en el último tiempo, pero ha aprendido a palos, porque lleva 30 años seteado en la modalidad del consenso, a partir de esos acuerdos que fueron absolutamente necesarios para un período transicional.

O sea, no está haciendo una crítica lapidaria de cómo se pactó la transición.

No, para nada. Esa construcción le permitió funcionar al sistema político. Pero lo volvió demasiado autónomo, autárquico en muchos sentidos. Sólo necesitaba reproducirse mediante elecciones regulares, con una conexión esporádica con la ciudadanía, y fue perdiendo sensibilidad a los cambios de la sociedad que suponía representar. En algunos momentos mostraba atisbos de recuperarla, con el fin de los senadores designados o del sistema binominal. Pero fue todo tan paulatino que esos acuerdos de los 90 se fueron cayendo uno a uno, porque ya no daban cuenta del modo en que la propia sociedad estaba interactuando.

Su crítica a ese diseño de consensos se parece mucho a la del Frente Amplio, pero no comparte su defensa del disenso como reivindicación de una política entre adversarios, de pueblo contra élites.

No, evidentemente no. Para mí, disenso no significa que el otro es un contrincante frente al cual uno tiene que construir hegemonía con los suyos, para imponerse sobre él y anular su mensaje. Significa, casi al contrario, que el otro pueda tener su espacio propio y hacer ahí lo que le dé la gana, sin orientar sus formas de expresión hacia la construcción de acuerdos ni tampoco considerarlas enemigas. Creo que en la vida política hay mucho más que amigos y enemigos, ese esquema simplista que se ha puesto de moda en algunas derechas e izquierdas, con sus respectivas lecturas de Carl Schmitt.

Su política de la diferencia, para no ser menos, se toma de Adam Smith.

No me baso sólo en él, ni tampoco en puros autores liberales. Pero tomo de Adam Smith su concepto de simpatía, que es fundamental en su pensamiento. Es la idea de reconocer que el otro existe frente a mí y que puedo tener una relación con él porque me veo a mí mismo a través suyo. O sea, es reconocernos iguales en la diferencia antes de juzgar las coincidencias: yo soy tan distinto para otros como otros lo son para mí. Eso significa que el disenso no es una falla del sistema que debe ser superada, o un extravío de la verdad que me obliga a convencer al otro de “su error”.

O sea que, en términos de Adam Smith, no andamos muy simpáticos.

Poco. Yo creo que si la actitud fuese más pragmática nos podría ir mucho mejor políticamente. La pregunta no sería “cómo anulo al otro o lo traigo a mi posición”, sino cómo construimos esos espacios de coexistencia. Un modus vivendi, en el fondo, que no requiera unificar las diferencias a través de la razón ni entenderlas como un conflicto de fuerzas.

Pero ese equilibrio dura hasta que tenemos intereses en conflicto y hay que unificar un criterio de justicia.

Los conflictos aparecen, por supuesto, pero para eso tenemos los mecanismos del derecho y de la política destinados a resolverlos. El punto es cómo reaccionamos a ese conflicto: si marginamos a una parte, diciendo “la sociedad chilena no acepta tales cosas”, o si tratamos de mantener ese horizonte de coexistencia, entendiendo que no siempre es de vida o muerte establecer que el otro está equivocado. Y si propongo conceptos como la simpatía de Smith, es porque creo que la comunidad plural habrá que construirla con principios políticos cada vez más suaves, más delgados, que no aspiren a “la cohesión de la sociedad” o “la identidad chilena”. Otro concepto que me gusta mucho es de Erving Goffman: inatención civil. Es la idea de dejar al otro un espacio de expresión en el cual yo no tenga que estar necesariamente involucrado. Es una forma de indiferencia, pero es civil. Porque otra forma de constituir comunidad política es decir “yo te reconozco como indígena y eres mi hermano”, y probablemente necesitamos mucho de eso también. Pero ante valores y expresiones que no compartimos, la indiferencia bien puede ser una actitud comunitaria.

Un liberal como Carlos Peña, no tan amigo de adelgazar principios rectores, diría que la sociedad pluralista sí necesita ir depurando los disensos para mantener una cohesión normativa. ¿A usted le parece innecesario?

Sí. Creo que defender la expresión de diferencias no implica la necesidad de comprender al otro en sus razones, o de consensuar las premisas racionales que guían nuestra acción, como es la posición más deliberativa que sostiene Carlos. Pienso que las sociedades modernas pueden vivir sin esa comprensión. Y el Estado de derecho también.

O sea que, si no nos entendemos para nada, no hay que temer que alguno de los dos sea irracional.

Justamente. No hay una posición arquimídica, general, desde la cual uno pueda observar y decidir quién está siendo más racional. Además, la vida política y social no involucra pura racionalidad, también hay pasiones que atender. Y creo que nuestro sistema político pagó el costo de haber tenido marcos de autocomprensión demasiado rígidos, demasiado racionales, que le impidieron representar a los espacios de la sociedad que estaban entrando en crisis.

¿Pero hasta qué punto esa pluralidad normativa es compatible con la igualdad política, que supone una racionalidad común? Ha sido difícil discutir si dos personas pueden recibir distinto trato de la justicia según su etnia.

Sí, hay ciertos límites de igualdad que uno no puede obviar, y que para mí son los límites –modificables, pero no transgredibles− del Estado de derecho. Me imagino que estás pensando en los debates que se han dado en algunos países sobre las relaciones sexuales entre indígenas y menores de edad, donde hay un conflicto serio. O en la situación que ocurrió hace poco en Isla de Pascua, donde la ley local castiga la violación con penas menores.

O por poner un caso que tiene más defensores, la posibilidad de que Celestino Córdova cumpla su pena en su rewe.

Si el Estado de derecho establece que eso vulnera el tratamiento igualitario de las personas, ahí la pluralidad normativa tiene ese límite.

Hay un cierto consenso para que la nueva Constitución reconozca a los pueblos originarios, pero muchos otros grupos demandarán su propio artículo. ¿Sería una buena manera de incorporar la diversidad a las instituciones?

A mí me parece que, si la idea es tener una Constitución sensible al cambio social, sería un error llenarla de derechos específicos.

¿Por qué?

Porque eso la dejaría anclada al momento histórico actual. Sería fijar la estructura de la diversidad según la foto de hoy, que no es la misma que vamos a tener en 10 años, ni mucho menos en 20. Eso haría que la nueva Constitución envejezca demasiado rápido. Creo que hay que pensar ese diseño institucional con principios más generales, que estimulen una reflexión constante del sistema político respecto de cómo se conecta con el mundo que busca representar, para que pueda ir reconociendo sus transformaciones. Si nos ponemos a crear un derecho distinto para cada grupo, vamos a confundir el mapa con el territorio, como ocurre en “Del rigor de la ciencia”, el relato de Borges, donde los cartógrafos terminan haciendo un mapa del tamaño del imperio. Y aquí me tomo de un concepto de Derrida que también me gusta mucho: democracia por venir. O sea, la idea de una democracia que se resiste a fijar su identidad en el presente, porque quiere ser sensible a la complejidad que se aproxima y no tratar los disensos futuros como anomalías.

Sobre el acuerdo del 15 de noviembre, usted ha rebatido a quienes, como Patricio Navia, le atribuyen el pecado original de haber sido motivado por la violencia. Dice que hay un cierto cinismo en esa postura.

Sí, porque toda la modernidad, todas sus tradiciones constitucionales, el mismo Estado de derecho, se construyeron desde el intento de evitar el enfrentamiento violento. Podría ir más lejos: las sociedades se construyen a sí mismas para evitar que los desacuerdos lleguen a las manos. ¿Por qué? Porque nunca sabemos si esa violencia va a ser más perjudicial para usted o para mí. Y este ejercicio constitucional pretende normalizar no la violencia, sino la paz, justamente lo que no se hizo en 1973. Es el minuto antes de la medianoche, cuando uno se da cuenta de que reacciona por vías democráticas o nos vamos por el despeñadero. Así que lo encuentro normal en una democracia, no me parece escandaloso.

La objeción de principio es que el Estado sólo garantiza la paz mientras conserve el monopolio de la violencia legítima y no valide ninguna otra como argumento político.

Pero decir que el acuerdo sólo se produjo para evitar la violencia es muy reduccionista. Es confundir la explosión violenta que comienza el 18 de octubre con todas las condiciones sociohistóricas que se venían acumulando en la sociedad chilena. Fue el agua que había en el vaso, no la gota que lo rebalsó, lo que estableció el criterio para el cambio constitucional.

El día que la convención presente el proyecto de Constitución que será sometido a las urnas, ¿se imagina más decepcionada a la derecha o a la izquierda?

Esta será la única Constitución en la historia de Chile que no ha tenido su origen en una intervención militar. Ese solo hecho es suficiente para que todos estemos bien contentos. Si queda más feliz la derecha o la izquierda, me importa menos. Que nosotros mismos vayamos a discutir acerca de las instituciones que nos rigen, del orden social que nos queremos dar, y que gente de casi todo el espectro político muestre una actitud positiva frente a eso, me parece muy maduro, demuestra un aprendizaje muy fuerte del sistema político chileno. Eso es lo central de este proceso y por eso me parece muy importante poder vivirlo, no le tengo el menor temor. Y además me parece indispensable, porque la legitimación de las instituciones políticas ya no se juega sólo en los resultados que consigan. Se juega cada vez en el procedimiento mismo.

Ha escrito sobre la legitimidad que tuvo la Constitución del 25. ¿Usted cree que hay algo que aprender de ahí?

Sí, porque los momentos son equivalentes. El orden social e institucional que propició la Constitución del 25 manejó por mucho tiempo, y de buena forma, el tránsito de una sociedad tradicional a una moderna. Sostuvo la explosión de expectativas propia de las promesas de la modernidad, creó instituciones estatales que permitían sentirse parte de un cambio social general y fue una Constitución flexible, que incrementó con sucesivas reformas los niveles de representación. Y nuestra próxima Constitución tiene un desafío análogo: hacer transitar a la sociedad chilena desde una identidad moderna, pero nacional, hacia un contexto de pluralismo global que ya la define en buena medida. La sociedad chilena es mucho menos chilena que hace 30 años, digamos. Y me parece que situarla en el orden global va a ser el principal desafío de la Constitución que nos toca discutir.

Una perspectiva laguista…

Puede ser.

La opresión indiferente

Desde la teoría de sistemas, su escuela de pertenencia en las ciencias sociales, ha planteado que la teoría crítica se quedó pegada en ideas que no ayudan a entender las desigualdades de hoy. ¿Cuál sería esa disputa?

El argumento es que la teoría crítica, al observar el mundo con el lente de una sociedad estratificada, donde hay ricos y pobres, privilegiados y no privilegiados, deja de advertir que los sistemas sociales son profundamente indiferentes a esas desigualdades, aun cuando tienen mucha responsabilidad en provocarlas. ¿Y por qué? Porque a esos sistemas no les importa a quién incluyen y a quién no, lo que les importa es que la máquina siga operando: mientras haya suficiente gente consumiendo, votando, accediendo a una justicia oportuna, quienes quedan excluidos de todo eso no son un problema mayor. Y si uno sólo ve estratificación, ve clases dominantes programando los sistemas y puede establecer montones de teorías conspirativas sobre cómo las élites traman estrategias para conservar sus privilegios. Pero a los sistemas no les interesan las personas, les interesa reproducirse, y muchos de ellos se han autonomizado de las clases dominantes que les dieron origen: si no les sirven, también las desechan. Lo hemos visto en crisis financieras o en la propia crisis política chilena, donde el sistema privilegió su continuidad y no el interés de los más poderosos.

Cuando usted cuestiona al marxismo por insistir en la dualidad capital-trabajo, o al poscolonialismo por encerrarse en la distinción entre centro opresor y periferia oprimida, ¿qué responden ellos?

Observan estas ideas como tienen que observarlas: como defensoras de la clase dominante o del statu quo. Pero la teoría de sistemas no postula que las clases sociales dejaron de existir. Su planteamiento es que el principal problema no es hoy la explotación o la falta de consenso, sino la indiferencia de los sistemas sociales –que hoy operan a escala transnacional− respecto de qué persona queda incluida o excluida de su funcionamiento. Y si esto es así, el problema no es sólo teórico: también sería políticamente irresponsable no advertirlo y seguir suponiendo que los malos gobiernos tienen la culpa y que la tarea de los intelectuales es criticarlos. El desafío sería comprender estas lógicas sistémicas y buscar el modo de intervenirlas para reducir su indiferencia operativa, que ha dado lugar a formas de opresión mucho más sutiles y poderosas. Porque en lugar de naturalizar relaciones de dominación, lo que hacen es naturalizar necesidades e imposibilidades para asegurar su continuidad.

Propone como antídoto una “ética de la contingencia”.

Bueno, mucho de lo que hemos hablado tiene que ver con eso. Esa ética de la contingencia implica una doble negación: en principio, nada es necesario y nada es imposible. Es decir, debemos sospechar de un sistema que indique que algo es necesario o que su transformación es imposible, porque probablemente está velando por sí mismo cuando comunica eso.

¿Esto aplicaría al retiro del 10%, por ejemplo?

Claro, ahí se dieron las dos cosas: no era el único camino, pero se podía hacer y no pasó mucho. Creo que actitud normativa débil, además de ser muy sana, es fundamental en las sociedades modernas para ampliar el espacio político.

La distinción que subyace a todo esto, siguiendo sus ideas, es si una teoría social está construida desde la unidad o desde la diferencia.

Creo que esa distinción es bien importante no sólo al construir teorías sobre las sociedades, sino también para la acción política. Es la distinción entre partir desde una posición normativa fuerte, que quiere enseñarle al mundo cómo tiene que ser, o desde una posición más cognitiva que quiere aprender del mundo, dejarse instruir por él. La primera actitud constituye al mundo unitariamente, porque cree conocer la forma en que debiera comportarse y construye su teoría para demostrar la necesidad de ese principio. La segunda actitud, al observar la diversidad del mundo, cree entender que ese mundo no tiene cima ni centro. Y que las concepciones normativas –incluidas las consensuales− se disuelven cuando se enfrentan a la diferenciación, porque en último término no hay un principio que fundamente lo social, sino paradojas que le dan vida. Por eso las teorías de la diferencia tratan de mostrar cómo el mundo se esfuerza por ocultar esa paradoja, por llenar ese vacío mediante complejas construcciones sociales e históricas.

Y mientras el liberalismo se preocupa de lo plural y lo paradójico, ¿podría ser que los Estados autoritarios terminen siendo los únicos capaces de coordinar acciones colectivas a partir de razones públicas fuertes? Los éxitos de China han sembrado esa duda.

Sí, uno de los males fundamentales de la democracia es que tienen dinámicas autoinmunitarias, por medio de las cuales los sistemas se ponen en riesgo a sí mismos. Porque la democracia se obliga a la autocrítica, a aceptar posiciones incluso contrarias a ella y cuestionarlas en el propio marco de las prácticas democráticas. Es un riesgo para las democracias, pero es también lo que las define. Y yo prefiero vivir con esa incerteza que protegido de ella por la prohibición de disentir. En todo caso, este cuestionamiento a las sociedades pluralistas no es nuevo, y sin embargo han sido más resilientes ante las grandes crisis que las sociedades cohesivas. El mismo hecho de no considerar nada sagrado, salvo esos grandes límites abstractos que permiten la convivencia pacífica, las vuelve más inciertas pero también más flexibles.

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