Columna de Héctor Soto: Nuestra inferioridad cívica

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El espectáculo que esta semana dio el Parlamento -el Senado al aprobar la acusación constitucional contra el exministro del Interior, Andrés Chadwick, y la Cámara al dejar caer, luego de una acalorada sesión, el libelo contra el Presidente de la República- no prestigia precisamente al Poder Legislativo chileno. Ambos episodios describieron hasta dónde la mala fe puede distorsionar el sentido de herramientas constitucionales que figuran en la Carta Fundamental no para que los parlamentarios se den gustos personales o prueben su incondicionalidad a la manada.



Es posible que el estallido del pasado 18 de octubre dé cuenta, mucho más que de las injusticias del país que teníamos, de nuestra tremenda falta de espesor cívico. Somos poca cosa y tenemos poca quilla como sociedad. A veces las fachadas no están mal, pero los cimientos son frágiles. Además de tener mala memoria, nos podemos dejar arrastrar con facilidad por las emociones y, no obstante creernos muy principistas en nuestro compromiso con el estado de derecho, con la democracia, con la convivencia civilizada, la verdad de las cosas es que tenemos que reconocer que a veces estamos dispuestos a poner esos valores en remojo por consideraciones de pura conveniencia u oportunismo.

De acuerdo: los estallidos sociales son eso, estallidos, fenómenos parecidos a las irrupciones volcánicas, y no deberíamos inferir de su excepcionalidad o anomalía observaciones válidas para tiempos normales. Sin embargo, el hecho de estar fuera del libreto de los acontecimientos predecibles no significa que no tengan su lugar en alguno de los subterráneos de nuestra conciencia como nación.

Hacemos un punto importante al expresar nuestras convicciones rechazando de plano la violencia, pero la verdad es que la mayoría de la población hizo vista gorda, e incluso en cierto modo justificó, la conducta cavernaria de turbas desaforadas cuando entendió que le podía convenir, porque se dirigía contra una fuerza policial de la cual abomina o cuando la emprendía contra el local de una cadena de farmacias que se coludió en el pasado para inflar los precios. Creemos tener internalizados los valores básicos de la democracia, pero lo cierto fue que parte importante de nuestra izquierda se tentó con la idea de botar al gobierno democráticamente elegido, exigiendo con vehemencia furibunda la renuncia del Presidente. Nos importan los derechos humanos, y con razón, porque nos remiten a una herida dolorosa de los tiempos de la dictadura que todavía no termina por cerrar, pero a veces nos importan un rábano los derechos de los pobres policías atacados a matar por parte de grupos violentistas y desalmados que ven en ellos la encarnación de todos los males del universo, menos lo que realmente son: los representantes del imperio de la ley y de la dignidad del orden democrático. Y, en fin, nos llenamos la boca reivindicando la protesta ciudadana en nombre de la justicia social y de la gente que lo ha estado pasando mal, eso sí que sin tomar mucho en cuenta que cinco o seis semanas después del estallido esa gente está probablemente peor que antes, porque el sistema de transportes sufrió un deterioro importante, porque la vida en barrios y poblaciones se volvió menos acogedora después de la destrucción de la infraestructura pública, porque las oportunidades de trabajo se redujeron, porque el ritmo de la actividad del país sufrió un bajón o porque incluso es posible de que el indicador Gini de la desigualdad, lejos de mejorar, pueda deteriorarse más.

Estas distorsiones no son anecdóticas; al final describen la fatal trayectoria de un boomerang. Son síntomas que a nivel colectivo podrían ser reveladores de distorsiones mentales serias. O, por lo menos, de lamentables confusiones entre medios y fines, entre causas y efectos, entre cosas que son importantes y cosas que son accesorias. Como sociedad, hemos evolucionado mejor en materia de ingreso per cápita que de higiene y de rigor mental. No estamos, parece, pensando muy bien.

Las dirigencias políticas, a todo esto, ponen lo suyo. El espectáculo que esta semana dio el Parlamento -el Senado al aprobar la acusación constitucional contra el exministro del Interior, Andrés Chadwick, y la Cámara al dejar caer, luego de una acalorada sesión, el libelo contra el Presidente de la República- no prestigia precisamente al Poder Legislativo chileno. Ambos episodios describieron hasta dónde la mala fe puede distorsionar el sentido de herramientas constitucionales que figuran en la Carta Fundamental no para que los parlamentarios se den gustos personales o prueben su incondicionalidad a la manada. Con problemas serios de responsabilidad política y con las brújulas muy desconectadas del país real, el Congreso Nacional sigue sin entender que son precisamente estas maniobras de politiquería baja el factor que tiene su prestigio institucional por los suelos, como lo muestran todos los sondeos de opinión. Aquí daba lo mismo el mérito de las acusaciones o de las defensas. Lo único que importaba era el show preparado por el discurso ultra, el cual en un caso se impuso y en el otro se frustró. Lo patético es que en ambos se adujeron casi las mismas razones y, siendo así, significa que el problema es más serio de lo que pensábamos. Lamentable.

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