Columna de Óscar Contardo: La mañana después de octubre

Plaza Italia


Admiro a dos escritores que vieron cómo el mundo en el que habían crecido desaparecía y dedicaron parte de su trabajo a retratar ese cambio. Uno de ellos es Joseph Roth, que nació en un imperio austrohúngaro que se iba resquebrajando en la medida en que él se hacía adulto y los nacionalismos se esparcían por Europa Central. Roth intuía que el destino era trágico, no tanto por la irreverencia de los más jóvenes como por la ineptitud de los viejos políticos apoltronados en sus certezas añejas que enfrentaban con viejos trucos las nuevas demandas. Un momento menos traumático fue el que vivió Joan Didion cuando vio cómo los años 60 trastocaban la normalidad que ella conoció en los 50, cuando era alumna en Berkeley. La universidad que ella había conocido era muy distinta a la que comenzaba a surgir con la nueva generación, pero Didion, en lugar de sentarse a juzgar a los estudiantes, salió a conocer a esos nuevos veinteañeros, trató de entenderlos y a través de ellos intentó comprenderse a ella misma y a la que había sido durante su juventud. En su crónica La mañana después de los sesenta, Joan Didion escribió sobre su propia generación en contraste con la nueva: "Éramos silenciosos, porque a muchos nos parecía que la euforia de la acción social no era más que otra forma de escaparse de lo personal, de enmascarar de forma temporal ese miedo a la falta de sentido que es el destino humano". ´

Contemplar eso que ya no llegaremos a ser jamás para entender eso que somos.

El estallido social de octubre instaló una realidad difícil de explorar por la densidad de signos que involucra y por la manera en que ha sido percibido por las distintas generaciones de chilenos. Hay un punto de quiebre, una esclusa que separa aguas entre los menores de 35 años, es decir, aquellos para los que la dictadura es apenas un recuerdo de sus padres y abuelos, y el resto. Para esa generación, la fuente del miedo está más en el futuro que en el pasado, y tienen razones de sobra para que así sea. La infancia y adolescencia de ellos estuvo marcada por el entusiasmo económico de los 90, la promesa de globalización y prosperidad que tuvo como contracara una abulia política que solo se quebró en 2006, con la "revolución de los pingüinos", un movimiento que el establishment pronto desdeñó, ignorando las señales del cambio de época que estaba levantando.

Para mi generación, la de los mayores de 40, el temor está anclado en el pasado y tiene una forma concreta y registrada en la historia de Chile: aparece con la violencia política y con solo ver una tanqueta de guerra en las calles; nos paraliza al escuchar el anuncio de toque de queda o el avance amenazante de una cuadrilla de Fuerzas Especiales de Carabineros. ¿Alguien podría culparnos de eso? Creo que no. De lo que sí podrían acusarnos es de aplicar nuestra gramática del temor y nuestro alfabeto político al lenguaje desplegado durante las manifestaciones.

Hacer una traducción interesada y mañosa de los acontecimientos -sugiriendo que las marchas las maneja un partido o que alguien les paga- significa borrar de un zarpazo los signos, íconos y símbolos que colman de significado las demandas y las marchas. Buscar titiriteros fantasmas en una explosión de estas dimensiones es volver a 2006 y esconder bajo la alfombra los reclamos, una operación que solo termina por darle un nuevo plazo a la erupción volcánica.

El problema en estos tiempos no es ser mayor -o boomer, como dicen burlonamente los jóvenes-, sino reemplazar las preguntas que se abren, por certezas que fueron útiles durante una era que se fue.

"No hay banderas de partidos" fue una de las observaciones que más se repitió durante las primeras jornadas de marchas. ¿Qué había en su lugar? Banderas mapuches, pañoletas verdes feministas, el dibujo de un quiltro transformado en leyenda y un folclor elaborado de personajes en el rol de héroes cómicos muy distantes de la severidad de los mártires libertadores sociales de otra época. Un imaginario y unas demandas que antiguamente estaban en el fondo de la lista y que ahora ocupaban la primera línea. Hubo, finalmente, la performance, la del colectivo Lastesis, que se transformó en un fenómeno mundial de reivindicación de los derechos de la mujer, dándole un giro de vitalidad y una dirección al estallido.

Un sector importante de la clase dirigente parece no haber visto nada de eso, no porque no pudieran hacerlo, sino porque no les da la gana acercarse a ese mundo. Ese sector se opuso a la paridad de género y a los escaños reservados para pueblos originarios para la convención constituyente, pese a que el apoyo a ambas iniciativas cundía no solo en las calles, también en los estudios sociales dados a conocer las primeras semanas de diciembre. Prefieren permanecer aferrados a su ansiedad, fantasear con sus propios terrores y esperar a que alguien les traiga de vuelta una normalidad que, evidentemente, no va a volver, al menos no del modo en el que muchos de ellos la están pensando.

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