Tiempos muertos

carabinero

En el bombardeo de lo nimio y lo cotidiano, apostamos a que sean las imágenes de la fantasía las que perduren porque son ellas las que quizás reparan la anestesia que entraña la repetición de la violencia sin sentido de estas grabaciones accidentales de la vida diaria. Quizás por eso vemos maratones en Netflix para sacarnos de encima tanto youtube inexplicable, tanto whatsapp idiota.


Tal vez lo más impresionante de la grabación que el chofer de Uber hizo del carabinero que le disparó afuera del aeropuerto de Santiago sea su breve duración. En ese video, todo acontece en poco más de medio minuto, un lapso donde el policía le apunta al conductor, que le tira el auto encima para luego ver un destello y escuchar unos balazos. Las imágenes, fuertísimas, por supuesto concitan un par de debates (el de los procedimientos de la policía y el del estatus legal de Uber) que quedan un poco soslayados ante la peculiar eficacia narrativa de la grabación, donde la vida cotidiana despliega una violencia inesperada. Sí, hay más cosas ahí (el lenguaje del conductor respecto al funcionario, el hombre que carga un cono sin enterarse de nada, el movimiento nocturno del lugar, la cámara casi a la altura del ojo humano) pero lo que nos atrapa es justamente la concisión del hecho policial, de esos escasos segundos de furia donde todo se tuerce en un drama antes improbable.

Por lo mismo, no es raro que en la misma semana hayan aparecido otros dos videos que registran otros hechos de violencia que comparten ciertas cosas con el del aeropuerto. En uno, un niño de seis años de un colegio de San Javier explota en la sala y rompe todo en un ataque de furia. Los funcionarios no lo pueden calmar así que se resignan a grabarlo y a llamar a Carabineros, que llegan antes que sus padres. En el otro, el cliente de un local de respuestos de San Ramón se va enfurecido del mostrador, sale a la calle, abre la puerta de su auto y tira algo hacia adentro y mata a una persona. Después nos enteraremos de que lo que arroja es una llave de cruz, un objeto contundente bifuminado por el bajo pixelaje de la cámara del exterior del negocio. Nunca vemos a la víctima y lo que queda en la retina es el movimiento del hombre al lanzar la herramienta: un brazo extendiéndose en el aire, un gesto hecho de rabia y de sombra.

Llama la atención la brevedad de estas imágenes en un mundo donde el entretenimiento se ha ralentizado y los ciudadanos se entregan a maratones de series por fines de semana completos, siguen culebrones o realities que se extienden hasta el infinito o comparten teorías de la conspiración sobre programas aún no estrenados, especulando en torno a sus detalles más nimios. Es una paradoja: mientras las ficciones que consumimos se han vuelto cada más largas y elaboradas, el registro de la realidad se ha atomizado para ser descrito en videos de escasos segundos, en historias de Facebook o Instagram que desaparecen en poco tiempo, puro registro de gestos perdidos de antemano.

En esas imágenes todo sucede demasiado rápido y demasiado pronto. Ahí, la velocidad del intercambio decreta su urgencia pero también su obsolescencia. Lo real es una colección de registros que permanecen en la memoria menos que un suspiro y que sobreviven en un ecosistema donde circulan en una seguidilla interminable e informal por medio de los teléfonos, mientras se mutan en memes, se viralizan o son musicalizados por usuarios anónimos. No hay oportunidad para la contemplación o la reflexión ahí. Es en el revés de la ficción donde el tiempo muerto se despliega para darle un sentido a las cosas mientras funciona como una especie de cura (o un placebo) a la epidemia de las imágenes que componen lo real; a esas grabaciones cuya brevedad y caos quizás vuelven insoportables.

Así, en el bombardeo de lo nimio y lo cotidiano, apostamos a que sean las imágenes de la fantasía las que perduren porque son ellas las que quizás reparan la anestesia que entraña la repetición de la violencia sin sentido de estas grabaciones accidentales de la vida diaria. Quizás por eso vemos maratones en Netflix para sacarnos de encima tanto youtube inexplicable, tanto whatsapp idiota. Buscamos ahí algo que no sabemos muy bien qué es, pero se trata de una persecución insomne, a veces alucinada, una búsqueda que el viejo Godard quizás resumió en ese poema que era el esqueleto de sus Historia(s) del cine y que nos sirve ahora un poco, como una epifanía transitoria sobre las imágenes y la vida: "y si Alfred Hitchcock/ fue el único/ poeta maldito/ que conoció el éxito/ es porque fue/ el más grande/ creador de formas/ del siglo veinte/ y porque son las formas/ las que nos dicen /finalmente/ qué hay en el fondo/ de las cosas/ ahora bien, qué es el arte/ sino aquello por lo cual/ las formas devienen estilo/ y qué es el estilo/ sino el hombre".

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