Cholito

cholito

¿Por qué nos importa tanto la muerte a palos de un perro callejero? ¿Por qué habiendo tanto de lo que lamentarse nos detenemos en un quiltro?




Tal vez porque su historia rima con la del huacho y la huacha, con la del gañán y la china, viviendo en los márgenes y buscándose la vida en el centro; tal vez porque siempre hemos hecho del quiltro una alegre metáfora canina de nosotros mismos; tal vez porque su historia -la biografía de Cholito, el perro muerto a palos en una galería de Patronato- es tan parecida a la del pueblo chileno. Un animal de origen incierto, que sobrevivió como pudo, buscó refugio, fue arrimado a los cuidados de un amo temporal que llegado el momento lo abandonó. El siguió ahí, arranchado en un rincón, hasta que alguien dispuso que debía salir del sitio y mandó a un verdugo de ocasión a hacer el trabajo sucio. Cholito no aceptó el desalojo, Cholito murió sufriendo.

Los perros pueden llegar a ser en nuestra experiencia como la huella de una melancolía que a veces estalla en risa y otras en rabia. Si Milú es el perro astuto de Tintín -un amo sagaz, con oficio, planes y proyectos-, Washington es la mascota inocente de Condorito, un personaje pícaro, con trabajo incierto y con una biografía que es poco más que un cúmulo de anécdotas que se resuelven con una onomatopeya. El Baile de los que sobran, de Los Prisioneros, en tanto, comienza con unos ladridos que resultan ser el coro adecuado para una canción que es un himno de la derrota de una generación y de las que vendrán.

Tenemos con los perros callejeros una suerte de negociación permanente de cariños mal resueltos que aparecen de manera inesperada, como cuando un vicedecano debía encargarse de una cofradía de quiltros que vagaban por su campus y el resultado del plan no fue un exterminio, sino el libro El mundo de los perros y la literatura, escrito por Bernardo Subercaseaux. Un vínculo de convivencia curiosa que el cantante David Byrne notó cuando pasó por Santiago en bicicleta. Byrne escribió en su blog que los perros callejeros de la capital parecían dóciles, mucho más grandes y gordos que los que vio en India o Centroamérica, y que en lugar de atacar a los transeúntes se echaban en el suelo, reposando tranquilos. Incluso, fue testigo de la manera en que un peatón se acercaba a uno de ellos sin temor y lo acariciaba.

Existe entre esos perros y nosotros una continuidad parafísica que repentinamente nos alerta y perturba cuando algo o alguien transgrede esa convivencia. Es un sobresalto. Un eco que nos resuena en el cuerpo y nos recuerda algo a la vez tan antiguo y tan actual; esa sensación de abandono y desdicha que recorre gran parte de nuestra historia y muchos de nuestros relatos.

La muerte de Cholito, al menos a mí, me trajo el recuerdo del niño de la película Largo viaje, particularmente el momento en que el chico salva a un pajarito a punto de ser masacrado a peñascazos por un piño de chiquillos tan pobres como él. Triunfó la misericordia, el niño rescató a la víctima, aunque el gesto no significaría el fin de las calamidades. También se me vino a la memoria la familia de El Chacal de Nahueltoro, a merced de la furia de un hombre embrutecido y al propio Chacal enfrentando la dureza de un destino alumbrado por la miseria y la violencia. Por último, recordé las escenas de la película Morir un poco, la secuencia en que la cámara sigue a una familia que malvive en las cuevas de un cerro de Santiago: niños descalzos y mugrientos acompañados por quiltros inquietos y desnutridos. Estampas de una desolación cotidiana que, contadas así, se parecen a esas descripciones de rudeza medieval que repasa el filósofo Jesús Mosterín; cuerpos dispuestos a ser carne de matanzas, torturas y mutilaciones como parte habitual de un paisaje sombrío y cruel. Pero nada de eso ocurría en la Edad Media, tampoco después de la guerra o de una hecatombe política -como las historias del neorrealismo italiano que inspiraron las películas que enumeré-, sino en nuestro país, cotidianamente, en plena década del 60.

La agonía de Cholito nos enfurece porque es una desgracia que conocemos de sobra. Buscar que se le haga justicia no es olvidarnos de otras causas, no es abandonar en el horror a los niños del Sename, ni bajar la vista cuando un chico mapuche es arrojado al suelo, golpeado y cubierto de perdigones por quienes, se supone, deberían estar allí para protegerlo; tampoco es pasar por alto las escandalosas formas de abuso a los ciudadanos y a la democracia que hemos descubierto en los últimos años. Indignarse por la muerte de un quiltro y buscar alguna manera de castigo para quienes la provocaron es una manera de sentir que el abandono no es total, que el sufrimiento y el dolor no caerán en el olvido, que la justicia existe, que nuestra convivencia es algo posible. Sentir pena por el sufrimiento de un perro callejero es una manera de conservar la esperanza.

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