Columna de Álvaro Vargas Llosa: Paisaje Latinoamericano 2018

Varios procesos electorales determinantes pondrán a prueba, en los próximos días, semanas y meses, el viraje ideológico de la región y con él, los alineamientos de gobiernos y países.




Que el populismo de izquierda esté en horas bajas en la parte iberoamericana del hemisferio occidental y la centroderecha esté en auge no garantiza que en 2018, el año que estamos próximos a estrenar, esta interesante constatación siga vigente. Varios procesos electorales determinantes pondrán a prueba, en los próximos días, semanas y meses, el viraje ideológico de la región y con él, los alineamientos de gobiernos y países, así como los procesos de integración.

Tendrá lugar en pocos días la segunda vuelta chilena y la revisión del escrutinio de los comicios recientes de Honduras; luego se vendrá una cascada de elecciones de un confín a otro de América Latina. Se llevarán a cabo en este orden: Costa Rica, Paraguay, Colombia, México y Brasil. Dejo afuera a Venezuela, que puede o no celebrarlas a finales de 2018, según convenga a Nicolás Maduro, y donde no serán serias en ningún caso, y el traspaso de poderes en Cuba, donde Raúl Castro seguirá mandando después de dejarle la Presidencia a Miguel Díaz-Canel en febrero porque continuará como jefe de las dos instancias que de verdad importan: el partido y los cuarteles.

Tanto en Chile como en Honduras, los dos casos que quedarán finiquitados antes de acabar este año, hay mayores probabilidades de que gane la derecha que la izquierda, pero ellas no son enormes. En Honduras, el Presidente Hernández, que forzó irresponsablemente una candidatura a la reelección a pesar de que estaba prohibida en la Constitución, ha ganado según el escrutinio pero las irregularidades del proceso han provocado que la comunidad internacional exija una verificación de miles de actas y que el candidato de la izquierda populista, Salvador Nasralla, un hombre manejado por el inefable ex Presidente Manuel Zelaya, desate una campaña de violencia de incierto pronóstico. En Chile –el polo opuesto, desde el punto de vista institucional- Piñera mantiene, como es sabido, una ligera ventaja.

Supongamos por un momento que la revisión produjera una victoria de Nasralla en Honduras y que en Chile Alejandro Guillier diera la (relativa) sorpresa. Las consecuencias de ambas cosas serían más importantes para la región de lo que a primera vista parece. En el caso de Honduras, querría decir que, en el momento en que el populismo de izquierda está en retroceso en Sudamérica, crece como una mancha de aceite en Centroamérica, porque quedarían en ese grupo: Nicaragua (en versión dictatorial), El Salvador (en versión democrática, pero con tendencia a la hegemonía) y, ahora, Honduras. No es un dato nada pequeño. Si a eso se sumara la victoria de Guillier en Chile, ello supondría que una izquierda moderada impulsada por el voto de una izquierda radical ha sido capaz de detener, en Sudamérica, el péndulo (semi)liberal. Psicológicamente, sería otro dato de suma importancia.

Ingresaríamos a 2018, en ese hipotético escenario, con un panorama muy distinto del que nos ofrecía la región hace pocas semanas. Luego vienen tres elecciones realmente determinantes para el rumbo de la región en su conjunto (dejo a un lado a Paraguay, donde la continuidad del Partido Colorado es muy probable, y Costa Rica, donde a pesar de haberse roto el bipartidismo la moderación sigue siendo una seña distintiva). Me refiero a Colombia, México y Brasil. En los tres países lidera las encuestas la izquierda populista. No la izquierda vegetariana o socialdemócrata, sino una izquierda populista que abarca distintos grados de antimodernidad.

En Colombia va a la cabeza Gustavo Petro (más moderado, hay que reconocerlo, que otros sectores del populismo de izquierda), en México mantiene la delantera el tremebundo Andrés Manuel López Obrador y en Brasil, la potencia sudamericana, Lula da Silva, cuyo futuro penal es incierto pero que mantiene un bolsón de apoyo que abarca cerca de un tercio del electorado, no cede la delantera.

Es cierto que en los tres casos estamos lejos de hechos consumados. Petro tiene apenas 17% de apoyo y está seguido muy de cerca por Sergio Fajardo, también ex alcalde bogotano y mucho más amigo de la inversión privada que el otro. Además, todavía no están definidas las candidaturas de los grandes bloques políticos, incluyendo la poderosa alianza que han formado los ex mandatarios Álvaro Uribe y Andrés Pastrana. Por si fuera poco, en Colombia hay segunda vuelta; pocos imaginan hoy que 50% más uno de los votos vayan a parar, en un eventual "balotaje", a la izquierda en un país donde las encuestas registran consistentemente una opinión mayoritariamente crítica del acuerdo de paz con las Farc.

En el caso de México, las cosas son más complicadas, pues no hay segunda vuelta y el 40 y pico por ciento que acompaña a López Obrador ha demostrado ser hasta hoy inasediable. Sin embargo, hay ahora un dato que estaba ausente en meses anteriores: el reciente "destape", por parte del oficialismo priísta, de la candidatura de José Antonio Meade, un respetado independiente que ha servido en las administraciones del PAN y el PRI, y que va a recibir una montaña de votos de centro y de derecha alarmados ante la perspectiva de un presidente populista. Por último, en Brasil bastaría que una segunda instancia judicial confirmara la condena contra Lula de primera instancia (y no es el único juicio que enfrenta) para que quedase fuera de carrera.

Aún así, los adversarios del "lulapetismo" se dividen entre un populista de derecha que parece salido de una novela mágico-realista, Jair Bolsonaro, y varios más que no acaban de despegar. Está por verse qué pasa con el oficialismo, es decir, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, que está haciendo ciertas reformas audaces en el gobierno, pero está muy manchado por la corrupción y en horas muy bajas en el imaginario popular, y con el Partido de la Social Democracia Brasileña, el de Fernando Henrique Cardoso, que quizá lleve como candidato al gobernador paulista Geraldo Alckim (o, si está con ánimo más aventurero, al alcalde paulista, Joao Doria, empresario próspero y hombre de televisión). Para no hablar de la ecologista Marina Silva, presencia significativa en varios comicios presidenciales en su país. Este panorama dominado por la incertidumbre y la atomización, en el contexto de un Brasil en erupción moral, no permite pronósticos ni bitácoras políticas.

Supongamos que ganaran López Obrador en México y alguien cercano a Lula –o eventualmente una Marina Silva con respaldo del PT- en Brasil. Las consecuencias serían cataclísmicas. Ello supondría un golpe directo a la Alianza del Pacífico, de la que México, la segunda economía de América, muy conectada a Estados Unidos, es parte fundamental. Aun si Piñera, Kuczynski y un colombiano o una colombiana de la alianza de Uribe y Pastrana (o alguien con aires de "outsider" pero ideas económicas razonables como Fajardo) coincidieran en el poder en sus respectivos países, el factor López Obrador forzaría un realineamiento total. Ello supondría la necesidad de que tres países de la Alianza del Pacífico "pivotaran" (qué espantosa palabra) hacia la parte más globalizadora del Mercosur, es decir Argentina, Uruguay y Paraguay, pues Brasil volvería a entrar en la dinámica contraria que vimos con Lula y con Dilma Rousseff.

Este realineamiento sería más fácil si, en cambio, los brasileños eligieran a alguien interesado en dar continuidad a las políticas de Michel Temer (sin la carga ética que pesa sobre el actual mandatario brasileño). En tal situación, no sería nada raro ver un "mix" de miembros de la Alianza del Pacífico y del Mercosur montando tienda aparte para impulsar una integración de países con vocación de primer mundo en la región. Lo digo porque la alternativa sería simplemente permitir la parálisis de la Alianza y dejar pasar la oportunidad de trabar lazos más firmes con los países del Mercosur que han abandonado el populismo.

Otro problema que plantean estos escenarios electorales inciertos tiene que ver con el Grupo de Lima, o sea, el drama venezolano. Gracias, precisamente, a que el populismo está en retroceso (o estaba), surgió esta iniciativa que por ahora se centra en Venezuela, pero que podría servir para otros asuntos. Aunque nada podrá compensar la omisión, durante años, de la OEA en el tema venezolano, no hay duda de que el Grupo de Lima -con apoyo del actual secretario general de la OEA y de Estados Unidos y Canadá- ha llenado un vacío regional. Pero hay una sombra en el horizonte: las elecciones de 2018 podrían partir el Grupo de Lima. Si México opta por López Obrador y Brasil por alguna de las variantes de la izquierda, incluso la moderada y razonable, la iniciativa morirá.

No sólo morirá porque perderá miembros de mucho peso: también porque, a juzgar por lo que fue el comportamiento de Lula y de Dilma, la izquierda brasileña tenderá a radicalizarse ideológicamente en política exterior, al menos hacia América Latina, para compensar el menor énfasis ideológico en temas domésticos. No sería, por ello, nada raro que viéramos a Brasil y los países del ALBA que quedan neutralizar cualquier comunicado o intervención política de un disminuido Grupo de Lima en relación con Caracas.

Lo que todo esto implica es que está en juego mucho más que el futuro gobierno de cada uno de los países donde se celebrarán comicios en los próximos días, semanas y meses. Lo que está en juego es la orientación de una gran parte de América Latina, el juego de poleas entre quienes tiran del lado de la modernidad y quienes tienden hacia el infantilismo ideológico, y los alineamientos políticos y comerciales, es decir el proceso mismo de integración.

No sé si los votantes –o las propias élites— de cada uno de estos países han podido aquilatar, a estas alturas, el peso continental que tienen las elecciones que van a realizarse próximamente. Rara vez un electorado vota prioritariamente con el panorama regional en la cabeza, pero va siendo hora de que los líderes políticos y cívicos que se postulan incrusten en el imaginario de sus votantes la dimensión internacional de la decisión que deben tomar ante las urnas. Porque cada vez más la repercusión que tienen las decisiones de los votantes latinoamericanos es exactamente eso: latinoamericana, regional y no sólo nacional. El terreno está más abonado de lo que probablemente creen nuestros líderes. Una forma de comprobarlo es la rapidez con que viajan hoy a través de las fronteras de los países latinoamericanos los humores populares: el odio a los políticos, el hartazgo con la corrupción y la impaciencia por la poca calidad de los servicios públicos, como hemos visto en años recientes, brotaban en un lugar y rápidamente tenían réplica en otro lugar. Ojalá que pronto votar se vuelva también un asunto latinoamericano a la par que nacional.

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