Columna de Hugo Herrera: "Política racionalista o política integradora"

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Hay racionalistas de derecha, que confían en la racionalidad económica, y racionalistas de izquierda, que confían en las fuerzas de la razón cuando delibera públicamente.




Hay una forma de ver la política que le otorga un papel preponderante a la razón. Es la de quienes confían a tal punto en los poderes de la facultad racional, que piensan que es posible concebir, o para siempre o para un tiempo prolongado, las condiciones de un modelo político correcto.

Hay racionalistas de derecha, que confían en la racionalidad económica, y racionalistas de izquierda, que confían en las fuerzas de la razón cuando delibera públicamente. Ambos tienen en común el énfasis que ponen en esa facultad mental al momento de operar en política.

Una consecuencia más o menos directa del racionalismo es un rigorismo mental que tiende a ir acompañado de un acentuado desagrado frente a quien se aparta de las construcciones y modelos a los que se adhiere. Esas construcciones y modelos quedan tan prístinamente explicados, tan depuradamente expuestos en su coherencia, que ceder en alguna parte, negociar algún aspecto de ellos, la transacción con perspectivas opuestas, son vistas como una molesta renuncia, una perturbadora abdicación, cuando no una condenable traición.

Así, por ejemplo, desde "think tanks" de la derecha se denunció la presunta deslealtad o traición de Piñera en su anterior gobierno, cuando impulsaba medidas sociales y políticas que contrariaban la ortodoxia económica. Pero también podemos observar la actitud rigorista en miembros del Frente Amplio que, negándose a abandonar la pureza de su izquierdismo racional, se resisten a votar por el candidato de la Nueva Mayoría o lo hacen con indisimulada mueca de disgusto. Esa actitud se evidencia también, con elocuencia, en la obra del ideólogo Atria, cuando condena que se abandone la deliberación (que ha de conducir al convencimiento de todos), y se persista en el escepticismo que se abre a la negociación, como si algo se prostituyera cuando irrumpe el buen ánimo de llegar a acuerdos.

Pero la política, como enseñaba Aristóteles, no tiene la exactitud de las matemáticas y los modelos políticos racionales son meras aproximaciones, toscas y esquemáticas, a un fondo popular y concreto que es siempre mucho más complejo que los intentos de nuestra finita razón por llevarlos a un orden mental.

Esta admisión de una existencia infinitamente compleja y de una razón de capacidades finitas ha de conducir a valorar la disposición a escuchar, a abrirse al otro y la realidad, antes que a imponer; a celebrar acuerdos, antes que a someter al otro a las propias construcciones mentales.

Recién esta disposición permite auténticamente reconocer a ese otro como alguien en quien percibo un par, aunque eventualmente sea menos útil económicamente (un poeta o filósofo) o un irredimible por medio de la impecable lógica de mi sistema de pensamiento. Recién esa disposición permite verdaderamente abrirse a él como alguien, en definitiva, igualmente dotado de una interioridad, tan honda e insondable como la mía.

Una tarea irrenunciable de la política chilena contemporánea, tan asidua a irse por las ramas de las construcciones racionales, debiese ser, entonces, la de, más allá de las diferencias, tender puentes. No se trata, todavía, de acuerdos. Puentes. Este es un paso previo, que consiste en dejar despejados canales de comunicación capaces de resistir incluso en los momentos de alta tensión, como el que está experimentando nuestra convivencia.

Los puentes abiertos permiten las conversaciones, el intercambio de argumentos y la negociación. Ellos son la condición del paso desde políticas donde preponderan las construcciones racionales bajo las cuales se termina, en último término, sometiendo al otro y su insondable interioridad, hacia políticas que reconocen auténticamente la alteridad y están, por lo mismo, dispuestas a aceptar que los razonamientos pueden alcanzar un límite, que el otro ha de ser aceptado, aunque se resista a ellos. Que la política, habida cuenta de la complejidad de lo real y la finitud de la razón, consiste en eso: en tender puentes para que todos quepan en una unidad apta para integrarlos.

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