El científico que descubrió que era un sicópata

<font face="tahoma, arial, helvetica, sans-serif"><span style="font-size: 12px;">Después de toda una vida proclamando que una falla cerebral era la única responsable de la sicopatía, James Fallon no podía creer lo que veían sus ojos. Un escáner mostraba que su cerebro tenía el mismo defecto sobre el que había dado incontables charlas. Recién en ese momento se vio obligado a explorar nuevas hipótesis para explicar por qué aún no estaba en la cárcel como cualquier asesino.</span></font>




HASTA LA década pasada, James Fallon era conocido por ser el neurocientífico de los asesinos. No literalmente, claro. Su fuerte nunca había sido tratar con la gente y sus aportes estaban en el laboratorio. Gracias al estudio de los escáneres cerebrales de cientos de antisociales, Fallon había llegado a la conclusión de que todos compartían un rasgo clave: una muy baja actividad neuronal en las zonas relacionadas con la empatía y el autocontrol. Era esta condición neuronal (y no otra cosa, como el ambiente o la crianza) lo que explicaba el accionar de los criminales. Y, gracias a su hallazgo y al uso de la tecnología con cualquier sospechoso, pronto podrían evitarse horrendos crímenes.

Durante el mismo período en que realizaba su investigación sobre la particular configuración cerebral de los asesinos, el laboratorio de Fallon conducía otro estudio que buscaba identificar los genes vinculados a la aparición de Alzheimer. Fallon analizó los cerebros de personas afectadas por esta enfermedad neurodegenerativa y los comparó con los de su madre, su tía, tres de sus hermanos, su mujer y sus tres hijos, a los que usó como grupo control.

Ese fue el momento en que todo cambió para este neurocientífico. No sólo encontró evidencia de que la teoría que defendió por tantos años podría estar equivocada, sino que descubrió en su propia historia algo que modificaría para siempre su manera de dimensionar el impacto de la crianza.

Un día de octubre de 2005, Fallon se sentó a analizar las imágenes cerebrales del grupo que padecía de Alzheimer. Algo llamó su atención. Porque entre éstas encontró el escáner de un cerebro que resultó muy semejante a los de aquellos de su estudio sobre sicópatas asesinos. La respuesta le pareció fácil: obviamente, el escáner de un estudio se había mezclado con los del otro. Lo único que restaba era saber a quién pertenecía, para devolverlo al lugar que le correspondía.

Para aclarar el misterio (las imágenes no contenían la identidad de los pacientes, para preservar su anonimato), Fallon le pidió al técnico del laboratorio que rompiera el "código ciego". Cuando descubrió a quién pertenecía el escáner, creyó que era una broma, pero las pruebas no daban lugar a dudas. La imagen correspondía a su propio cerebro. Según la teoría que había desarrollado a lo largo de toda su carrera, él mismo era un sicópata.

Hasta ese momento, Fallon se había caracterizado por ser un científico completamente convencido del rol predominante del cableado cerebral sobre las acciones humanas. Es decir, el cerebro nos define casi completamente. "Esto ha moldeado la forma en que he analizado el comportamiento, la motivación y la moral durante toda mi vida. En mi mente, somos máquinas que todavía no logramos comprender completamente y he creído durante décadas que tenemos muy poco control sobre lo que hacemos. Para mí, la naturaleza (genética) determina cerca de 80% de nuestra personalidad y comportamiento, y la crianza (cómo y en qué ambiente somos criados) corresponde sólo al 20%", explica en su reciente libro El psicópata interior: el viaje personal de un neurocientífico en el lado oscuro del cerebro.

Sin embargo, algo no cuadraba. Si bien su cerebro tenía las mismas características que les había atribuido a los antisociales, Fallon no era un sicópata. ¿O sí? Fue recién en ese momento cuando comenzó a recordar algunas escenas de su infancia y juventud. Como cuando trabajó en sus ratos libres en la farmacia de su padre y tío y descubrió que el nitrato de potasio era uno de los ingredientes principales de la pólvora: con ese hallazgo inició una fascinación por los explosivos que lo acompañaría durante largos años. "Comencé a hacer mis propios fuegos artificiales y luego bombas. En ese tiempo, dos amigos me invitaban a sus aventuras, que frecuentemente terminaban en grandes incendios que amenazaban con quemar sus propias casas", comenta.

También recordó su carácter. Si bien no era un niño particularmente violento, no tenía problemas en ir detrás de un abusador si lo veía molestando a otro niño y mostrarle los dientes. Haciendo un esfuerzo, más fragmentos de su pasado emergieron y pudo clarificar que a comienzos de la Enseñanza Media había desarrollado un fuerte trastorno obsesivo compulsivo que se manifestó en una obsesión por la religión y todo lo relacionado con la idea de ser una persona perfecta. También desarrolló un problema con la simetría y con lavarse las manos repetidamente. Tanta ansiedad lo llevó a sufrir, desde la adolescencia, cerca de 850 ataques de pánico. ¿Qué significaba todo esto? ¿Era él mismo un potencial peligro público del que nunca se había dado cuenta?

A lo largo de sus años tratando de desentrañar el origen del comportamiento antisocial, Fallon analizó una enorme cantidad de imágenes cerebrales de sicópatas diagnosticados y se dio cuenta de que todos seguían el mismo patrón. Entre ellos, era evidente una fuerte disminución de la actividad registrada desde la corteza orbital hacia la corteza prefrontal ventromedial, llamada corteza anterior cingulada. Esta pérdida de actividad continuaba a lo largo de la corteza cingulada y se extendía hasta la parte anterior del cerebro y luego giraba hacia la parte inferior del lóbulo temporal, hasta la punta del lóbulo temporal y la amígdala. Esta particular articulación cerebral tenía consecuencias claras sobre el comportamiento y era responsable de la falta de empatía de los sicópatas y de su actuar inestable, que los llevaba a cometer crímenes atroces sin sentir un mínimo de culpa o de arrepentimiento.

Ahí, precisamente, estaba la gran duda de Fallon. Claro, él tenía un cerebro de características similares, pero nunca le había hecho daño a nadie y jamás había fantaseado con la violencia. "Era un tipo normal, exitoso, felizmente casado y padre de tres hijos", dice. Quizás era su teoría la errada, pero no estaba dispuesto a aceptarlo de buenas a primeras y continuó dando charlas en Estados Unidos sobre el cerebro de los sicópatas y sobre cómo el suyo, muy curiosamente, tenía las mismas características.

Un domingo de diciembre de 2005 se vio obligado a volver sobre el tema. Ese día, él y su esposa hicieron un asado con su familia más cercana. Mientras Fallon estaba cuidando la parrilla, su madre, Jennie, lo llevó hacia un lado y le dijo: "Escuché que has andado por todo el país hablando de cerebros de asesinos. Creo que hay algo que deberías mirar".

"Tu primo David mencionó un nuevo libro histórico sobre nuestra familia. Bueno, de hecho es sobre la familia de tu padre". David Bohrer era el editor de un diario y tenía una marcada obsesión con la genealogía familiar, que lo había llevado a descubrir el libro que Jennie mencionaba. "Sé del libro, mamá, pero no he tenido tiempo de leerlo todavía", le dijo descuidadamente Fallon, que recién ahí recordó que lo había comprado hace algunos meses y lo había guardado.

Tras esa conversación, Fallon se metió de lleno en Asesinada extrañamente: La muerte de Rebecca Cornell, de la autora Elaine Forman Crane. En éste se detallaba el asesinato de la mujer de 73 años a manos de su hijo de 46, Thomas, en 1673, en uno de los primeros casos de matricidio en Estados Unidos.

De acuerdo con David, Rebecca Cornell era una abuela muy remota de la línea paterna. Pero Thomas no era el único asesino de la familia. Rebecca, apuntaba el libro, era también un ancestro directo de Lizzie Borden, la mujer acusada de asesinar con un hacha a su padre y a su madrastra en 1892. De acuerdo con la investigación de David, Borden era prima lejana de Fallon. Más todavía, el libro de David señalaba que entre 1673 y 1892 se había registrado un puñado de asesinatos o sospechas de asesinatos en la línea paterna. En todos los casos, la víctima siempre era alguien de la familia.

La violencia se extendía incluso hasta más atrás. El abuelo y rey John Lackland (1167-1216) había sido conocido como el más brutal y odiado de los monarcas ingleses y su padre, Henry II (1154-1189), también había sido conocido por ser un hombre brutal, que fue asesinado por su hijo, Henry III.

Fallon comenzó a desesperarse. Tenía el cerebro de un sicópata y ahora sabía que su historia familiar estaba llena de criminales y que muy probablemente compartía la genética de alguno de ellos. Así y todo, le seguía resultando imposible reconocerse como un antisocial. Algo faltaba en el puzzle.

El científico comenzó a registrar una vez más todos los casos de sicópatas que había analizado y encontró dos cosas interesantes. Para su alivio, existían individuos que pese a tener la configuración cerebral de un sicópata, no se convertían en asesinos. Eso significaba que si bien tener un tipo de "falla" cerebral era necesario para desarrollar la sicopatía, este factor por sí solo podía no ser suficiente. Cotejó todos los casos donde el trastorno sí se manifestaba con violencia y se dio cuenta de que compartían, aparte de un cerebro dañado, otra característica: todos habían sido abusados emocional o sexualmente en su infancia o habían perdido a uno de sus padres.

Por primera vez en su larga carrera, Fallon comenzaba a pensar que quizás no todo estuviera en el cerebro. La crianza podría tener un rol que nunca antes había sospechado.

La explicación final vendría un domingo de 2006. En su jacuzzi, Fallon intentaba reponerse de una fuerte resaca haciendo el puzzle del New York Times cuando, tratando de despejar la mente para encontrar una palabra, se quedó mirando una pequeña silla de madera de tres patas en su patio, que su madre usaba cuando iba de visita y se dedicaba a podar los geranios. "El poderoso efecto de la poda me recordó la importancia de la crianza y me hizo ver cómo mucho trauma sobre la planta puede frenar su crecimiento y cómo muy poco puede retrasarlo, pero la cantidad suficiente de estrés y cuidado puede maximizar su florecimiento. Este breve momento de observación unió los tres elementos necesarios para una explicación plausible para la sicopatía", recuerda.

En su teoría para el surgimiento de este desorden, que hoy explica por todo el mundo, estos tres factores son fundamentales: bajo funcionamiento de la corteza orbital prefrontal y el lóbulo temporal anterior, incluyendo la amígdala, alto riesgo de poseer variantes genéticas relacionadas con la violencia y haber experimentado abuso emocional, físico o sexual durante la infancia. Al nunca haber sido abusado, Fallon no se había convertido en un sicópata. Pero una comprobación que debía haberlo hecho inmensamente feliz, no dejaba de avergonzarlo. Su propio caso le revelaba que toda su teoría anterior sobre la supremacía del cerebro estaba equivocada.

Entonces, ¿soy un sicópata?, seguía preguntándose Fallon. "La respuesta categórica es que no. Pero una mejor respuesta es que soy un sicópata prosocial. Tengo muchos de los rasgos que describen este trastorno, incluyendo algunos rasgos interpersonales (soy superficial, pomposo y mentiroso), afectivos (carezco de remordimiento o empatía) y de comportamiento (soy impulsivo e irresponsable). Pero no tengo los rasgos antisociales: controlo mi rabia y no tengo registro criminal. Más allá de estos rasgos, tiendo a usar mis poderes de encanto, manipulación y hedonismo para el bien o al menos no para el mal", escribe en el libro.

Pero quizás haya una mejor respuesta. Fallon se describe a sí mismo como "un sicópata con suerte". Suerte de haber tenido una familia que siempre lo apoyó y lo quiso. Suerte de no haber tenido carencias severas y siempre haberse sentido protegido. Son los mismos resguardos que hoy promueve en sus charlas en todo el mundo. Una buena crianza, cree, puede salvar a muchos niños, tal como lo salvó a él.

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