Eurovisión: la persistencia de la cultura del artificio

Es el programa más exitoso de Europa, donde las naciones se enfrentan con canciones pop, lentejuelas y artificio. Una celebración popular que tiene sus propios héroes y fanáticos, y que se ha convertido en una de esas tradiciones que parecieran no hacer sentido, pero que no mueren.




Hace unos años, el New York Times trató de definir lo que significaba el festival Eurovisión y lo hizo con la siguiente frase: "Eurovisión es para los estadounidenses lo que Las Vegas es para los europeos: una peculiaridad cultural que parece no tener sentido, pero que sin embargo, perdura". Un espectáculo pop y kitsch que reúne cada año más de 40 países en competencia, congrega 180 millones de espectadores y cuya gran final de 2015 arranca esta tarde.

Eurovisión es el programa de televisión más exitoso de Europa con una fórmula que, en el papel, resulta añeja: una larguísima presentación de canciones interpretadas, salvo contadas excepciones, por artistas desconocidos internacionalmente. Luego de las canciones, un extenso ritual bilingüe de votaciones que define -entre jueces y elección popular- la canción ganadora del año. En 2014 ganó Austria y la noticia fue mundial, no tanto por la calidad de la canción --una balada- sino porque su intérprete era una dragqueen barbuda llamada Conchita Wurst. El resultado escandalizó al gobierno ruso, que acababa de promulgar una ley contra las minorías sexuales. Luego del triunfo, Conchita Wurst le envió un mensaje al presidente ruso: "Somos imparables", dijo, enfundada en lamé. El presidente Putín respondió anunciando el relanzamiento de Intervisión, un viejo proyecto soviético que intentó sin mayor fortuna competir con Eurovision en los años 70 agrupando a los países de Eurasia. Tal como el pacto de Varsovia y las motos Ural, el proyecto sucumbió y todo indica que no tendrá mejor suerte en su versión post soviética.

Las pretensiones iniciales del festival Eurovisión eran bastante más sencillas que el fenómeno en el que se convirtió; fue creado en 1955 a imagen y semejanza del festival San Remo por la Unión Europea de Radiodifusión (EBU en inglés y sin relación con la Unión Europea). Mientras latinoamérica trató de recrear sin éxito la fórmula con el festival OTI, Eurovision creció en popularidad y fue la plataforma en la que se dieron a conocer continentalmente artistas tan disímiles como Domenico Modugno, Raphael, France Gall, Mocedades, Olivia Newton John y Celine Dion. Aún más, luego del derrumbe del comunismo sumó los países del Este que terminaron dominando la competencia durante la primera década del nuevo milenio.

El imperio de neón y lentejuelas ha fraguado la figura del eurofan, una criatura que año a año se prepara para la competencia exhibiendo sus acabados conocimientos sobre el certamen, un compilado de trivia y estadística que se encuentra en un punto de comunión básico: todo eurofan, es consciente de que la máxima cumbre del festival tuvo lugar en Inglaterra el 6 de abril de 1974 cuando los suecos Abba saltaron a la fama internacional arrasando con la canción Waterloo. Aquel día el eje terrestre del pop se movió varios kilómetros hacia Estocolmo y el mundo conoció la perfección en forma de estribillo.

España ha ganado dos veces Eurovision, la primera de ellas en 1968. Ese año el Dúo Dinámico compuso el tema La, la, la, que originalmente debía defender Joan Manoel Serrat. Todo se complicó cuando Serrat exigió cantar en catalán, algo imposible durante el franquismo. Finalmente la canción fue interpretada en castellano por una jovencita llamada Massiel que logró el esquivo primer lugar. Sin embargo, cuarenta años más tarde el orgullo quedó opacado por una revelación: en 2008 se destapó a través de distintas fuentas que el gobierno de Franco habría comprado el voto de los jueces para lograr aquel triunfo y mejorar la imagen internacional de España.

Alcanzar el primer lugar entre más de 40 competidores con un enmarañado sistema de votación no es fácil ni barato, porque el país ganador se compromete a organizar el festival del año siguiente. Un privilegio bastante costoso. La versión de este año en Viena cuenta con un presupuesto de 35 millones de euros, una suma de dinero que los países más afectados por la crisis no podrían desembolsar. Tal vez por eso Irlanda, el país que en más ocasiones ha ganado Eurovision, desde hace varios lustros envía canciones de dudosa calidad, en una seguidilla vergonzante que alcanzó la epifanía en 2008 cuando la isla fue representada por una marioneta llamada El Pavo Dustin, una especie de rana René emplumada y parlante.

La versión de Eurovisión de este año tiene como grandes favoritos las canciones de Italia y Suecia, como novedad la participación especial de Australia y como mensaje político de inclusión a la banda finlandesa PKN compuesta por cuatro punks con síndrome de Down. PKN no logró pasar a la final de hoy, pero ya inscribió su nombre en la historia eurovisiva y en el corazón de los eurofans.

Eurovision, más que música, representa el atractivo de lo artficioso, lo vitalmente fútil -descrito por Susan Sontag en sus Apuntes sobre el camp-, aquello que acepta sin más los adornos y brillos ajenos haciéndolos propio, con la única ambición de una noche de estribillos pegajosos y alegría colorinche disfrazada de batallas nacionales, contiendas en donde nadie es víctima y todos somos estrellas.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.