¿Qué haremos sin Usain?




Cuando una estrella del deporte anuncia su retiro, varias son las preguntas que saltan dentro de la cabeza del desvalido admirador que se conduele con la noticia. ¿Qué haremos sin él?, ¿a qué se va a dedicar?, ¿cuánto tiempo deberemos esperar antes de ver a otro como él?

Recuerdo, por ejemplo, cuando el rey Pelé anunció que colgaba los botines. En esos días -me refiero a la primera mitad de la década del 70-, la tecnología no permitía ver el fútbol como lo vemos hoy, en vivo y en directo, desde cualquier lugar del mundo. A Pelé lo había visto poco y nada; de tarde en tarde en esos noticieros que daban en los cines bajo el nombre de El mundo al instante y, quizás, en algún compilado con sus goles en la televisión local. En verdad, la colosal figura que me había construido de Pelé bebía más de los despachos que escribían los corresponsales de la revista Estadio -de la que era un precoz lector- que de otra fuente.

Pelé se retiró primero de la selección brasileña, luego de ganar tres Copas del Mundo; fue en 1971, después de haber hecho suyo el Mundial de México, donde los especialistas le otorgaron el apodo de O Rei. Tres años después jugaba su último partido para el Santos -el club de toda su vida-. Lo había conseguido todo. Estaba cansado, pero feliz. A pesar de mis cortos años, yo sabía que Pelé era irremplazable. Y aunque el holandés Johan Cruyff había liderado a La Naranja Mecánica en el Mundial de Alemania, suponíamos que su reinado no iba a tener el mismo brillo del de Pelé. Y por lo mismo, ese sentimiento de orfandad e incertidumbre era capaz de doblegar la entereza de cualquiera, más todavía la de un niño de ocho años.

Bueno, lo cierto es que el retiro de Pelé fue a medias. Las necesidades económicas lo llevaron a desistir para ser fichado en un equipo de la naciente liga de Estados Unidos: el Cosmos de Nueva York. Estuvo tres temporadas en el Cosmos, y aunque no obtuvo título alguno ni jugó a un nivel superlativo -porque la exigencia era otra, menor, casi un divertimento-, marcó 64 goles que le permitieron llegar a la cifra de 1.282 goles en toda su carrera.

Algo parecido ocurrió con Muhammad Ali. El mejor boxeador de la historia extendió su vigencia más allá de las tres décadas, con cierta holgura. La última vez que defendió un título del mundo lo hizo con 36 años. Ya había derrotado a todos los grandes: a Foreman, a Frazier, a Liston, a Norton, por nombrar sólo a algunos. Subió al ring para enfrentar a un boxeador de 27 años cuyo currículum al lado del de Ali parecía el de un novato -tenía apenas siete peleas profesionales, a lo que sumaba, eso sí, una medalla de oro en categoría semipesado en los Juegos Olímpicos de Montreal-. Contra todo pronóstico, Leon Spinks ganó en fallo dividido. Ese combate dejó en claro que el declive del campeón se hacía evidente. Y aunque en la revancha Ali superó con creces al efímero monarca, entendió que el tiempo de colgar los guantes había llegado. Y así lo informó nueve meses más tarde.

Quienes vimos boxear a Ali sabíamos que iba a pasar mucho tiempo para que alguien pudiera escribir un capítulo como el suyo en la categoría de los pesos pesados. Sin embargo, las necesidades económicas lo obligaron a volver. Su regreso fue lamentable. Con 38 años enfrentó al campeón reinante: Larry Holmes. Él había sido su sparring en la primera mitad de los 70, pero ahora estaba en la plenitud de sus formas, a diferencia de Ali. No tuvo nada que hacer. Al décimo round su entrenador le impidió seguir.

No contento con eso, volvió a la carga en una nueva pelea contra Trevor Berbick. Ali estaba a punto de cumplir los cuarenta años y su rival sumaba 27. El final era previsible. Perdió por puntos, pero a gran distancia de la leyenda que él mismo se había encargado de levantar.

Ahora que Usain Bolt ha comunicado que en menos de un año, luego del Mundial de Atletismo de Londres (agosto de 2017), dejará el atletismo, es inevitable preguntarse las mismas cosas y hundirse en un estado de cierta orfandad. ¿Qué haremos sin él? Habrá que esperar a que el tiempo haga lo suyo. Alguna vez todos pensamos que la leyenda de Carl Lewis era eterna, y una década después Usain Bolt comenzaba a sepultarla mientras escribía la suya.

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