La carrera de fondo de los oromo

Primero fue Feyisa Lilesa, en el Maratón de los Juegos Olímpicos, y después Tamiru Demisse, en los 1.500 paralímpicos. Dos medallistas etíopes realizando un gesto cargado de simbolismo al cruzar la línea de meta. Ésta es la historia de una denuncia atlética y de una represión silenciada.




Cuando Feyisa Lilesa levantó sus dos brazos al cielo al cruzar la línea de meta en los Juegos Olímpicos de Río, luego de 2 horas, 9 minutos y 54 segundos de extenuante carrera, no lo hizo en señal de victoria, sino de denuncia. No pretendía el atleta etíope, mientras apuraba las últimas zancadas que habrían de conducirle a la consecución de la medalla de plata en la prueba de Maratón, enviar al mundo un mensaje de superioridad atlética, sino dar la voz de alarma. Por eso, en el segundo exacto en que sabía que todas las cámaras estarían apuntándole para tratar de inmortalizar su gesto de triunfo, en lugar de extender sus manos o de alzar con jerarquía sus puños, se limitó simplemente a mostrar sus cadenas, sus grilletes invisibles. Los suyos y los de centenares de ciudadanos etíopes de la etnia oromo que, desde noviembre último, se han convertido en el principal objetivo de una brutal y sistemática política de represión perpetrada por su propio gobierno.

“Soy oromo y en Etiopía somos reprimidos por el gobierno. Nos matan y nos encarcelan. Somos sospechosos por el simple hecho de ser oromos. Tengo familiares presos y llevaré la protesta de mi gente allí donde vaya”, proclamaba Lilesa, el pasado 21 de agosto, al término de la prueba. Su crudo relato conseguía al fin arrojar un poco de luz sobre un conflicto soterrado, desdeñado por la mayoría de los medios de comunicación de masas.

La aprobación, en 2015, de un plan urbanístico llamado a expandir los márgenes de la capital, Adís Abeba, expropiando las tierras de la aledaña región de la Oromía, dotadas de un extraordinario potencial agrícola y ricas en oro, hierro, platino y níquel, entre otros preciados metales, desencadenó las protestas.

Miles de oromos, en su mayoría jóvenes, se echaron a la calle para denunciar los abusos y proteger sus cultivos enclavados en el corazón de una región montañosa, independiente del resto del país hasta fines del Siglo XIX -con lengua y cultura propias- y responsable de la producción de gran parte de la energía hidroeléctrica que abastece al Cuerno de África.

Pero el régimen encabezado por el primer ministro etíope Haile Mariam Desalegne, quien en las últimas elecciones generales logró hacerse con el control total del parlamento (en manos, pues, de la etnia minoritaria tigray, que apenas representa el 6% de la población total), respondió a las protestas con una represión desmedida, que se cobró centenares de víctimas.

El plan urbanístico en cuestión fue cancelado en enero, pero la persecución contra los manifestantes oromos (la mayor comunidad del país, con una población cercana a los 30 millones de habitantes), por parte de la policía federal y del ejército, no ha remitido todavía. Así lo atestiguan los informes elaborados por observadores internacionales y representantes de organizaciones no gubernamentales que visitaron el terreno: “La respuesta de las fuerzas de seguridad está siendo contundente. Etiopía usa una fuerza excesiva de forma sistemática en sus intentos por silenciar cualquier voz disidente”, aseguraba al respecto Michelle Kagari, subdirectora de Amnistía Internacional en el este de África, para más tarde reportar numerosos casos de violación y tortura contra la población capturada.

El turno paralímpico

El pasado 11 de septiembre, tan solo tres domingos después de que Lilesa cruzase sus muñecas sobre su cabeza, fingiendo estar maniatado, en el Maratón de Río -y repitiese la misma acción una semana más tarde, en el de Quebec- su compatriota Tamiru Demisse hacía lo propio en los Juegos Paralímpicos. En una final de 1.500, categoría T13, asombrosamente veloz (en la que los cuatro primeros clasificados lograron, por cierto, mejorar el registro de Matthew Centrowitz, ganador del oro en esta distancia en los Juegos Olímpicos), el atleta oromo aprovechó la consecución de  su presea plateada para expresar también su repudio imitando el icónico gesto. Después, manifestó: “Yo no vuelvo a Etiopía. Si vuelvo, soy hombre muerto. Quiero ir a América, a Estados Unidos, porque estoy totalmente en contra de lo que está haciendo el gobierno en Etiopía. No somos libres”, afirmaba. Y tenía razón, pues a esas alturas, el número de personas fallecidas durante las protestas ascendía ya a más de 400. Demasiados domingos sangrientos en el Cuerno de África como para poder condenarlos en sólo un puñado de segundos.

A menos de un mes de su reivindicativa gesta, Feyisa Lilesa, de 26 años -para quien una campaña de crowdfunding (apoyo monetario masivo a través de internet) ha recaudado ya más de US$ 160 mil-no ha podido regresar aún a su Etiopía natal. “Amo a mi gente y a mi país. No quiero vivir en el exilio”, lamentaba el atleta, en una entrevista concedida esta misma semana al Washington Post. Pues, luego de agotar su visado en Brasil, al maratonista no le quedó otro remedio que solicitar un permiso temporal de  residencia en Estados Unidos. Y aguardar tiempos mejores.

Porque una vez obtenidos sus preciados metales, inútiles -a ojos de las autoridades- en comparación con los que esconde el subsuelo de la Oromía, Lilesa y Demisse afrontan una nueva vida en el exilio. Sus simbólicos festejos consiguieron, al menos, el objetivo que perseguían, visibilizar un conflicto atroz y denunciar una violación flagrante y sistemática de los derechos humanos. Su verdadera carrera de fondo, sin embargo, comienza ahora.

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