La lección de la Primera Guerra Mundial que la economía global olvida

Jeffrey Sachs es uno de los más destacados economistas del mundo. Entre los muchos gobiernos a los que ha asesorado durante tres décadas están Bolivia, Polonia y Rusia al final de la Guerra Fría.




Este ha sido un año de grandes aniversarios geopolíticos. Hace 100 años empezó la Primera Guerra Mundial, un evento que, más que ningún otro, le dio forma a la historia durante el siglo pasado. Hace 25 años cayó el Muro de Berlín, el primer capítulo de la desaparición del Imperio soviético y el fin de la Guerra Fría. Y sin embargo, dolorosamente observamos algo que va más lejos que el mero recuerdo.

Como dijo William Faulkner, "el pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado".

La Primera Guerra Mundial y el Muro siguen moldeando nuestras realidades más urgentes en la actualidad. Las guerras en Siria e Irak son un legado del cierre de la Gran Guerra, y los dramáticos eventos en Ucrania se desarrollan bajo la larga sombra de 1989.

1914 y 1989 son momentos bisagra, puntos decisivos en la historia que cambian el rumbo de los eventos subsecuentes. La manera en la que se comportan tanto las naciones grandes como las pequeñas en esos momentos determina el curso futuro de la guerra y la paz.

Yo participé directa y personalmente en los eventos de 1989, y vi cómo se desarrollaba esa lección: positivamente en el caso de Polonia y negativamente en el de Rusia. Les puedo decir que mientras me desempeñaba como asesor económico durante 1989-92, constantemente recordaba preocupado lo ocurrido en 1914. Y hoy en día sigo con la misma preocupación.

En 1919, al final de la Primera Guerra Mundial, el gran economista británico John Maynard Keynes nos enseñó una lección invaluable y perdurable sobre esos momentos bisagra: cómo las decisiones de los vencedores impactan las economías de los vencidos, y cómo los pasos falsos de los poderosos pueden fijar el rumbo de las guerras futuras.

Con una visión astuta, clarividencia y dotes literarias, "Las consecuencias económicas de la paz" de Keynes (1919) predijo que el cinismo y miopía de la base del Tratado de Versalles, especialmente la imposición de reparaciones de guerra punitivas para Alemania, y la falta de soluciones para las crisis financieras de los países deudores, condenaría a las economías europeas a crisis continuas que de hecho incitarían el surgimiento de otro tirano vengativo en la próxima generación.

El apasionado llamado de Keynes es uno de esos admirables estallidos geniales que retumba por generaciones. Ese libro y sus lecciones se convirtieron en una guía formativa para mí durante mi carrera como asesor y analista económico.

DE LA ANGUSTIA DE BOLIVIA A LA DE POLONIA

Como un economista recientemente formado hace unos 30 años, de repente me vi a cargo de asistir a un pequeño y casi olvidado país: Bolivia, en la búsqueda de una salida a su rotundo desastre económico. Los escritos de Keynes me ayudaron a entender que la crisis financiera de Bolivia debía considerarse en términos sociales y políticos y que el acreedor de ese país, Estados Unidos, compartía la responsabilidad de resolver la angustia económica boliviana.

Mi experiencia en Bolivia en 1985-86 me llevó a Polonia, en la primavera de 1989, invitado por el último gobierno comunista y el sindicato Solidaridad, que era su fuerte opositor. Polonia, como Bolivia, estaba en la bancarrota financieramente. Y Europa en 1989, como Europa en 1919, estaba en un gran momento bisagra de la historia.

Mijaíl Gorvachov estaba en el poder en la Unión Soviética, y estaba dispuesto a ver a Europa reconciliada en paz y democracia. Ese gran hombre deseaba llevar a su propio país hacia un nuevo orden democrático. Polonia fue la primera nación de la región en tomar el camino de la democracia en ese año trascendental. Pronto me convertí en el principal asesor económico foráneo del nuevo gobierno polaco. Una vez más, basándome en Keynes, abogué por el tipo de asistencia internacional que me parecía vital para que Polonia pudiera hacer una transición pacífica y exitosa a un gobierno democrático postcomunista.

Específicamente, apelé a la Casa Blanca, 10 Downing Street, el Palacio del Elíseo y la Cancillería alemana para que proveyeran una asistencia progresista, como un elemento clave en la construcción de una Europa nueva, unida y democrática.

Fueron días embriagadores para mí como asesor económico. Había momentos en los que parecía que mis deseos eran órdenes para la Casa Blanca. Una mañana, en septiembre de 1989, recurrí al gobierno estadounidense para que le diera a Polonia US$1.000 millones para estabilizar la moneda. En la tarde del mismo día, la Casa Blanca confirmó la entrega del dinero. No es chiste: ¡ocho horas entre la solicitud y el resultado!

Convencer a la Casa Blanca de que apoyara una cancelación de las deudas polacas tomó un poco más de tiempo, con negociaciones de alto nivel que se extendieron por cerca de un año, pero al final en eso también tuve éxito.

El resto, como dicen, es historia. Polonia introdujo fuertes medidas de reforma, basadas en parte en las recomendaciones que yo había ayudado a diseñar.

EE.UU. y Europa apoyaron esas medidas con ayuda generosa y oportuna. La economía polaca fue restructurada y empezó a crecer, y 15 años después, se convirtió en un miembro de pleno derecho de la Unión Europea.

Ojalá pudiera suspender aquí mi rememoración, con este final feliz.

Pero la historia del final de la Guerra Fría no comprende sólo aciertos de Occidente -como en Polonia- sino también un tremendo desacierto: Rusia.

PARA MOSCÚ, VERSALLES

Mientras que la generosidad estadounidense y europea prevaleció en Polonia, la actitud en el caso de la Rusia postsoviética recuerda mucho más los errores garrafales del Tratado de Versalles. Y hasta el día de hoy estamos pagando las consecuencias.

En 1990 y 1991, el gobierno de Gorvachov, habiendo visto los resultados positivos en Polonia, me solicitó que lo asesorara respecto a las reformas económicas. En esa época Rusia enfrentaba el mismo tipo de calamidad financiera que había hundido a Bolivia a mediados de los 80 y a Polonia en 1989.

En la primavera de 1991, trabajé con colegas de la Universidad de Harvard y MIT para ayudarle a Gorvachov a obtener apoyo financiero de Occidente, para poder reformar la política y transformar la economía. No obstante, nuestros esfuerzos fracasaron completamente.

Ese verano, Gorvachov regresó a Moscú de la cumbre del G7 con las manos vacías. A su retorno, una conspiración intentó derrocarlo en el notorio Golpe de Agosto, del que nunca se recuperó políticamente.

Cuando Boris Yeltsin ascendió, y la disolución de la Unión Soviética estaba a puertas, su equipo económico nuevamente me pidió asistencia, tanto para lidiar con los desafíos técnicos de la estabilización como en la tarea de obtener la vital ayuda financiera de EE.UU. y Europa.

Yo le vaticiné al presidente Yeltsin y a su equipo que esa ayuda llegaría pronto. Después de todo, la asistencia de emergencia para Polonia se organizó en cuestión de horas o semanas. Estaba seguro de que lo mismo sucedería en el caso de la nueva Rusia independiente y democrática. Sin embargo, perplejo y horrorizado, me fui dando cuenta de que no sería igual.

Mientras que a Polonia le habían perdonado las deudas, a Rusia le exigieron que las siguiera pagando. Mientras que a Polonia le habían concedido asistencia financiera generosa y rápida, Rusia recibió visitas de grupos de estudio del FMI pero nada de fondos.

Yo le supliqué a EE.UU. que hiciera más. Apelé a las lecciones de Polonia, pero todo fue en vano. Washington no cedió.

Al final, la maligna crisis financiera rusa aplastó los intentos de reformar y regularizar. El gobierno de Yegor Gaidar cayó en desgracia. Yo renuncié tras dos años duros de tratar de ayudar y lograr muy poco. Unos años más tarde, Vladimir Putin reemplazó a Yeltsin y tomó el timón de la nación rusa.

El botín de los vencedores

A lo largo de esa debacle, los expertos estadounidenses culparon a los reformadores en Rusia en vez de a la cruel negligencia de EE.UU. y Europa.

Los vencedores escriben la historia, dicen, y EE.UU. efectivamente se sentía como el vencedor en la Guerra Fría. Washington por lo tanto quedó libre de toda culpa en lo que se refiere a los percances rusos después de 1991, y eso sigue siendo cierto.

Me tomó 20 años entender bien qué pasó después de 1991. ¿Por qué EE.UU., que se había comportado con tanta sabiduría y visión en Polonia, actuó con una negligencia tan cruel en el caso de Rusia?

Paso a paso, recuerdo tras recuerdo, la verdadera historia salió a la luz.

Occidente había ayudado a Polonia financiera y diplomáticamente porque Polonia se iba a convertir en el baluarte oriental de una OTAN en expansión.

Polonia era Occidente, por lo tanto, era digna de ayuda. Rusia, en contraste, era vista por los líderes estadounidenses más o menos de la misma forma en la que Lloyd George y Clemenceau habían considerado a Alemania en Versalles: como un enemigo vencido que merecía ser aplastado, no auxiliado.

En su libro recientemente publicado, el general Wesley Clark, antiguo comandante de la OTAN, relata una conversación que tuvo en 1991 con Paul Wolfowitz, quien era el director de política del Pentágono. Wolfowitz le dijo a Clark que EE.UU.

sabía que podía actuar con impunidad en Medio Oriente, y ostensiblemente en otras regiones también, sin la amenaza de la

En resumen, EE.UU. podía comportarse como un vencedor y un matón, cosechando los frutos de la victoria en la Guerra Fría de ser necesario a través de guerras. Washington estaría a la cabeza y Moscú sería incapaz de impedirlo.

En un reciente discurso pronunciado en Moscú, Putin describió la conducta de EE.UU. en casi los mismos términos que Wolfowitz.

"La Guerra Fría llegó a su fin", dijo Putin, "pero no terminó con la firma de un tratado de paz con acuerdos claros y transparentes sobre el respeto de las reglas existentes o la creación de nuevas reglas y estándares. Eso creó la impresión de que los llamados 'vencedores' de la Guerra Fría decidieron presionar y moldear al mundo para que satisfaga sus propios intereses y necesidades".

Al hacer estas observaciones, no intento exonerar a Putin de la responsabilidad por los actos de violencia ilegales, cínicos y peligrosos de Rusia en Ucrania. Pero sí trato de ayudar a explicarlos.

1989 proyecta una larga sombra. El permanente deseo de la OTAN, expresado nuevamente hace poco, de añadir a Ucrania a su lista de miembros, y de ese modo posicionarse en la pura frontera rusa, debe considerarse como profundamente provocativo e imprudente.

En Ucrania, enfrentamos una Rusia amargada por la expansión de la OTAN y la actitud de EE.UU. desde 1991. En Medio Oriente, enfrentamos las ruinas del Imperio otomano, destruido por la Primera Guerra Mundial, y reemplazado por el cinismo del dominio europeo colonial y las pretensiones imperiales estadounidenses.

Enfrentamos, sobre todo, las alternativas para nuestra época:

¿Usaremos el poder cínicamente y para dominar, convencidos de que territorios, una OTAN de largo alcance, reservas de petróleo y otros botines son la recompensa que nos merecemos? ¿O ejerceremos el poder responsablemente, conscientes de que la generosidad y beneficencia inspiran confianza, prosperidad y las bases para la paz?

En cada generación, hay que elegir de nuevo.

1914, 1989, 2014. Vivimos en historia.

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