La Noche es Nuestra: el show de Pamela

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Díaz, que es una especie de veterana de las guerras floridas de la tele chilena, nunca tuvo un programa a la altura de lo que esperábamos de ella. El show de CHV le ha dado por primera vez eso




La idea es de manual; convertir el set en un departamento, conseguir unos cuantos invitados, llenar de alcohol el plató, colocar algún juego de mesa medio picante y tratar de salvar el verano por dos pesos. Nada nuevo, La noche es nuestra, el flamante programa de trasnoche de Chilevisión explota los viejos recursos de los programas noventeros y sale airoso, quizás porque como excepción a la regla la improbable mezcla entre Pamela Díaz, Jean Philippe Cretton y Felipe Vidal funciona de modo tan inesperado como divertido.

Sí, podría haber sido peor, mucho peor porque todo sonaba horroroso en el papel. O sea, de nuevo otro programa más al estilo de Juan Carlos Valdivia/Daniel Fuenzalida/La Red/Canal Rock and Pop; o sea otra lata más, otra colección de conversaciones banales o de doble sentido acicateadas por youtubes de dudosa procedencia con el auspicio de alguna marca de pisco, donde modelos en ascenso juegan a sacarse la ropa mientras contestan preguntas sin gracia de la mano de un animador que luce como el anfitrión del salón vip de una disco de calle Suecia en los 90.

Pero La noche es nuestra se aleja de esto de modo rápido y eficaz, quizás porque antes que nada, es el show de Pamela Díaz. Porque Díaz, que es una especie de veterana de las guerras floridas de la tele chilena (estuvo en Mekano, fue parte del SQP histórico, vendió la transmisión de su boda a la tele, estuvo en un par de reality shows), nunca tuvo un programa a la altura de lo que esperábamos de ella. Al contrario, confinada al comentario del escandalillo de turno o asimilada en la lógica de paneles de matinales donde todos gritaban tanto que ni siquiera podían escucharse a sí mismos, siempre fue una promesa consensuada que no encontraba su lugar, lo que impedía que se desarrollara o tomara un rol protagónico.

El show de CHV le ha dado por primera vez eso, al punto de que no funcionaría sin ella, que se presenta a la vez como una anfitriona feroz y acogedora al lado de un Cretton adolescente (como un universitario con las hormonas hirviendo) y de un casi silente Felipe Vidal. Díaz, por el contrario, hace que La noche es nuestra fluya con una naturalidad que no le quita lugar a la sorpresa. Pero no hay tensión ahí sino una naturalidad que permite la confesión mientras cualquier conversación se distiende. Así, es capaz de ironizar con Don Francisco ("siempre me ha querido hacer el amor"), tener el sentido común para evitar que Comparini y Marcos Silva llamen a Camila Vallejo por teléfono porque era muy tarde, o sacar los trapos al sol de los jueces históricos de MasterChef. Esa condición espontánea permite que el programa adquiera frescura a pesar de lo repetido del formato.

De este modo, Díaz parece a sus anchas en ese departamento gigantesco mientras ironiza sobre sí misma y los otros, como si todo fuese una broma: el programa, las conversaciones, los tragos, cualquier cosa que se cruce. Esa actitud de sano desprecio, esa incredulidad permanente, es su principal mérito. Porque en La noche... nada importa demasiado ni nada parece valer la pena lo suficiente para hacer un drama.

De este modo, en una tele donde la crisis parece volver neurótico a cualquier proyecto porque la sombra del fracaso planea sobre cualquier idea, Díaz parece existir más allá del bien y del mal.

Esa es su sabiduría catódica. Ya ha tenido su porción de fama y de guerra padeciendo en carne propia las mieles del éxito y las maldiciones de sus enemigos. Sobreviviente de todo y todos, por ahora Díaz parece proyectar un alegre cansancio vital que sintoniza con el del espectador y que le quita cualquier clase de histeria al programa. El público (la pipol, como llama ella al respetable) lo percibe y lo agradece porque aquello está ausente de imposturas, un atributo cada vez más escaso en la tele. Por ahora, La noche es nuestra es un hit impensado y un lugar de descanso (de la cabeza, del mundanal ruido, del incendio del mundo) en medio de un verano intenso y confuso.

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