La vida anónima de Carmencita Aylwin

Es la única hermana del ex Presidente Aylwin. Optó por una vida sencilla y un trabajo silencioso. Tiene 90 años, reside en una casa humilde en San Bernardo y, desde joven, decidió dedicar su vida a combatir la pobreza desde el mundo laico. Hasta hace unos años recorría su comuna en bicicleta buscando gente necesitada, que ahora se arrodilla ante ella cuando se la encuentran por la calle. Ella no los puede ver: la "Negrita", como la llaman en su familia, hace poco quedó ciega.




La hija del ex Presidente Patricio Aylwin, Mariana, lo comentó hace unos meses a la pasada, mientras tomaba un café en el lobby de un hotel de Santiago: "Una de las principales preocupaciones de mi padre a sus 94 años es su hermana Carmencita, a la que adora".

Pocos lo saben, pero no son sólo hombres los Aylwin Azócar.

Patricio, el mayor, fue el primer jefe de Estado después de la recuperación de la democracia en 1990. Andrés fue diputado y uno de los abogados que trabajó por las víctimas de las violaciones a los DD.HH. en el régimen de Pinochet. Arturo ejerció de contralor entre 1997 y 2002. El menor, Tomás, lidera el bufete que la familia tiene desde los 70.

Todos han tenido vidas ligadas al servicio público, quizás por influencia del padre, Miguel, que fue presidente de la Corte Suprema.

Todos han estado vinculados a la Democracia Cristiana.

Todos son longevos.

Y está esta hermana. Una mujer que se ha mantenido al margen mientras los Aylwin se transformaron en una de las familias políticas de mayor prestigio en Chile: lleva décadas viviendo en una casa humilde al final de un pasaje en San Bernardo. Desde esta vivienda -semioscura y pequeña- ella ha trabajado incansablemente por combatir la pobreza de su comuna.

Nunca ha dejado de ser profundamente creyente.

Nunca aceptó la propuesta de sus hermanos de vivir en la zona oriente de Santiago.

Nunca ha querido irse de San Bernardo, donde llegó a los seis años.

Nunca ha dejado de regalar pan con paté a la gente que toca su puerta con hambre.

Nunca imaginó que hace unos años -producto de las cataratas que nunca cuidó- le iba a fallar la vista y se iba a quedar ciega.

Laura del Carmen Aylwin Azócar -la "Negrita", como la llaman sus familiares- sigue a sus 90 años defendiendo con carácter su vida austera. "Desde mi mundo en tinieblas", cuenta.

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La vivienda mira al poniente y, por eso, las luces siguen prendidas a las nueve de la mañana en el living-comedor. Si no fuera por la luz eléctrica, probablemente la habitación estaría casi oscura.

La casa es de ladrillo y las paredes están vestidas de un papel antiguo color beige, que en algunas zonas está despegado por el paso de los años. Cuelgan fotografías familiares, la mayoría en blanco y negro, y sobre todo imágenes religiosas.

Los muebles datan de comienzos del siglo XX -se ven grandes en este espacio pequeño- porque eran los que adornaban la casona familiar de los Aylwin. Sobre ellos descansan altares sencillos. Jesucristo, el Papa Francisco, Alberto Hurtado, flores y velas.

Es una casa humilde, pero provoca la misma sensación que se tiene dentro de las iglesias: pareciera que el tiempo transcurre a otro ritmo y, al margen de las creencias del visitante, invade una sensación de solemnidad y recogimiento.

En medio de esta escenografía -que no es más que una vivienda- se vislumbra a Carmencita, como la conocen todos en San Bernardo. Delgada, pequeña, tan distinta en tamaño a todos sus espigados hermanos. Está sentada en la esquina izquierda de un sofá, casi inmóvil. Todos sus sentidos están concentrados en Radio María, la estación religiosa que siempre se escucha en esta casa y que apaga con vehemencia cuando comienza esta conversación.

Tiene una voz rasposa, y mientras habla con lucidez total, con sus dedos delgados juega con un pañuelo de papel. Su pelo canoso está recogido con una trenza en su nuca. Viste falda y blusa, pero la cubre un delantal. Usa botines hasta el tobillo, aunque antes jamás se lo hubiese permitido: por años sólo utilizó sandalias, en invierno y verano. "Sabíamos que no podíamos regalarle nada elegante, porque todo lo donaba", cuenta su cuñada Mónica, esposa de Andrés.

Pero no hay que equivocarse: la segunda de los cinco hermanos Aylwin Azócar no es la viejecita endeble de los cuentos. La "Negrita" siempre ha sido de carácter fuerte y es una mujer obstinada a la hora de defender sus ideas.

Como cuando pide ayuda para caminar. Se agarra del brazo de su lazarillo y ordena: "Más rápido, por favor. ¿Por qué tan lento?".

O como cuando se enfrentó a sus vecinos que -hartos de los mendigos fuera de sus casas- pusieron una reja en la entrada del pasaje. Ella consideraba que eran desconfiados con los más pobres. El conflicto escaló y hasta Patricio -impulsor de "avanzar en la medida de lo posible"- tuvo que intervenir para que su hermana Carmencita no obstaculizara la decisión de la mayoría.

-Físicamente, usted no se parece demasiado a su hermano Patricio.

-Patricio es más Azócar. Yo soy más Aylwin.

Dice eso y es inevitable remontarse a la playa de Constitución, 1936. La fotografía que cuelga en la pared muestra a los cinco hermanos en traje de baño en el balneario de la Región del Maule. Posan junto a sus padres. Patricio tenía 17. Carmencita -con sus trenzas que hace 80 años eran negras y gruesas- rondaba los 12. La imagen demuestra un hecho obvio, que a veces a la gente joven le cuesta asimilar: todos -incluso los que tienen 90 y más- fueron niños. Y en esa postal a esos niños se les ve felices, disfrutando del mar y la arena.

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"Yo, como era la única mujer, también jugaba fútbol y me ponían siempre al arco para no estar pateando", relata Carmencita.

Nacida el 23 de julio de 1923 en Viña del Mar, sigue en edad a su hermano Patricio, nacido en la misma ciudad el 23 de noviembre de 1918. Los cinco años de diferencia tienen una explicación triste: entre uno y otro nació un niño que falleció a los dos años, a causa de difteria. Fue uno de los mayores dolores de Miguel y su esposa, Laura Azócar.

La familia llegó a Santiago en 1929 y a fines de ese año se instaló en una casa quinta de San Bernardo, un pueblo apacible y de aire puro, propicio para controlar la tuberculosis pulmonar que había atacado a don Miguel.

La finca tenía un portón de madera, relata el profesor Raúl Besoaín en su libro Don Miguel. De inmediato se entraba a un caminito con grandes abetos, bambúes y nomeolvides, que finalizaba en una terraza donde la familia pasaba el calor en verano. La vivienda era de dos pisos. En el primero había dos habitaciones importantes: el comedor -con inmensos ventanales y una gran mesa redonda- y una sala de estar llena de libros.

Pasando la casa estaba la quinta llena de árboles frutales. La señora Laura criaba pollos, corderos, pavos y hasta una vaca. Amaba la tierra casi tanto como la música clásica. Don Miguel era el encargado de podar, fumigar, sacar la maleza y regar con los canales de acequia. Era miembro de la Corte de Apelaciones de Santiago, pero destinaba parte de su tiempo libre a cortar el pelo a los niños, ponerles las inyecciones cuando estaban enfermos y realizar actividades al aire libre, describe el profesor Besoaín. Como caminar hasta el cerro Chena para encumbrar volantines. "Le gustaba mucho el fútbol. Jugaba con nosotros. Y yo siempre al arco", reitera su única hija.

-También les construyó una piscina.

-Me encantaba y pasaba gran parte del verano metida en el agua. Yo era la más morena de los cinco, pero el sol me tostaba todavía más. Por eso me dicen "Negrita". Me cargaba cuando me decían "Negra", que suena muy duro. Pero "Negrita" me gusta.

De esa finca, ubicada a pocas cuadras de su vivienda actual, en el centro de San Bernardo, no queda nada. "La vendimos y construyeron cinco casas", dice Carmencita. Ella jamás quiso dejar esta localidad: aquí vivió y aquí espera encontrar la muerte.

-Y usted, ¿le teme a la muerte?

-No sé si le tengo miedo, pero una se va muriendo todos los días.

Sus dedos delgados siguen jugando con el pañuelo de papel. Son casi idénticos a los del su hermano ex presidente.

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Nadie sabe exactamente la época en que Carmencita comenzó a mostrar una vocación religiosa. Quizás fue desde siempre, dicen sus hermanos. Lo cuenta Andrés, ex diputado DC de 88 años: "Desde chica tuvo una vocación pastoral de servicio a los pobres y siempre prefirió las lecturas religiosas".

No era extraño: el matrimonio Aylwin Azócar marcó en sus cinco hijos el sentido del deber y la responsabilidad social. "Nos dieron un testimonio de generosidad, entrega y sencillez", señala Carmencita.

El padre, don Miguel, hijo de balmacedistas, era agnóstico y antes de cumplir los 20 ingresó a la masonería. Su esposa, Laura, era católica practicante. "Pero nunca fue pechoña", aclara el ex diputado DC.

El matrimonio no compartía creencias religiosas, pero ambos se indignaban ante la injusticia y la pobreza. Don Miguel todos los sábados dejaba que los niños humildes de San Bernardo entraran a la quinta a buscar manzanas. Pero era doña Laura la que sufría con el dolor ajeno, cuenta su hijo Andrés.

A comienzos de la década del 30, en medio de la crisis del salitre, la mujer se sentía impotente cuando observaba a los obreros y sus familias caminando por las calles de San Bernardo en busca de trabajo. Siempre encontraba algo con que ayudar, señala Besoaín.

Estas imágenes quedaron grabadas en sus hijos y sobre todo en Carmencita.

Estudiante del Liceo de Niñas de San Bernardo y de la Inmaculada de Concepción en Santiago, donde terminó sus Humanidades, nunca se le escucharon intenciones de estudiar en la universidad, aunque guardaba la ilusión deingresar a la carrera de Asistente Social. "Si no hubiera sido porque todos sus hermanos éramos hombres, y mi madre era una persona debilitada, la 'Negrita' no se hubiese ido postergando", dice Tomás, de 83 años, en su estudio de abogados de Vitacura.

Nadie la recuerda, en los años de adolescencia y juventud, preocupada de su ropa y de la coquetería. Tomás explica: "Mi madre sufría con la 'Negrita' por su despreocupación por vestirse. Yo creo que nunca fue a una peluquería y a mi madre le habría encantado que su única hija fuera coqueta, que se hubiera casado, que le hubiera dado nietos". En la década del 40, Carmencita estaba preocupada de otros asuntos: su participación en la Acción Católica que lideraba un jesuita llamado Alberto Hurtado y que, mucho después, el Vaticano transformaría en santo.

"Lo conocí de cerca. Me invitó a irme a vivir a la población La Victoria", cuenta ella.

La muchacha, que en aquella época acababa de salir del colegio, se sentía entusiasmada. En eso estaba cuando tuvo la siguiente conversación con su padre, Miguel.

-Y usted, ¿para dónde se va a ir? ¿No debería quedarse en la casa cuidando a su madre? - le dijo el hombre.

-El que se casó con mi madre fue usted -respondió la "Negrita"-. Y es usted quien deberá cuidarla, no yo.

Su carácter fuerte, cuentan sus hermanos, fue una de las razones por las que Carmencita probablemente nunca quiso ingresar a una congregación y prefirió el trabajo solitario. Le era difícil callar y obedecer. "Toda la gente decía que yo iba para monja, pero fui a hablar con la madre y me di cuenta de que no era mi vocación", explica Carmencita.

Pero la propia vida se encargó de truncar sus planes de irse a vivir como obrera a una de las tantas poblaciones pobres de Santiago, como le había propuesto el padre Hurtado: la salud de su madre, Laura, tenía altos y bajos. Y ella tuvo que hacerse cargo -cada vez en mayor medida- del funcionamiento de la casa quinta. Tomás Aylwin recuerda que su hermana era una especie de mamá.

Lo relata Andrés: "Ella estaba decidida a su trabajo pastoral, pero en un momento pensó que en su propia casa había necesidades humanas muy importantes. Y decidió postergar sus planes para cuidar a nuestros padres, lo que fue un gesto de tremenda nobleza".

La salud de doña Laura -enferma de lo que ahora se conoce como alzheimer- se agravó considerablemente a comienzos de los años 60. Falleció en abril de 1969. Siete años después, en 1976, murió don Miguel. Poco antes le dijo a su hija: "Yo ya no tengo fuerzas para preocuparme de los pobres. Encárgate tú de eso". Y así fue.

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Dos años se quedó Carmencita Aylwin en la casa familiar después de la muerte de su padre. Hasta que los hermanos decidieron vender y ella no estuvo dispuesta ni a dejar San Bernardo ni a vivir en un lugar que no fuese sencillo. Lo único que aceptó -casi por obligación- fue la casita de ladrillo, de unos 50 metros cuadrados, donde vive hasta la actualidad.

Fue entonces -a sus 40 y tantos- cuando decidió dedicarse a lo que quiso desde que era una niña de trenzas gruesas y gozaba en el mar de Constitución: dedicar su vida a los más pobres.

En Chile se vivían años complejos. Su hermano Patricio, que había sido uno de los principales críticos del gobierno de la UP, estaba en la oposición a Pinochet. Su hermano Andrés, entre enero y marzo de 1978, fue relegado por el régimen junto a un grupo de militantes democratacristianos ligados a la defensa de los derechos humanos. "Andrés nos contaba lo que ocurría en Chile. Las muertes y desapariciones", recuerda Carmencita. "Pero, en un comienzo, costaba creer tanta maldad. Con el tiempo me di cuenta de que Andrés siempre fue el más lúcido de los cinco".

Carmencita se instaló en su nueva casa, que era suya, pero también de todo el que necesitaba alojamiento. Sus sobrinos le regalaron una bicicleta que tenía un canastito atrás y a punta de pedaleo recorría toda la localidad ayudando a la gente humilde. Pasaba poco en su vivienda y su destino favorito era la población Condell de San Bernardo, habitada fundamentalmente por obreros.

Todos los días, durante años, preparó y sirvió ollas comunes en ese lugar. Se conseguía dinero con sus hermanos -que jamás han dejado de ayudarla y darle su mesada- y se las rebuscaba con cientos de fórmulas para darles un plato de comida a las familias con hambre. Organizó talleres de cocina y de costura para enseñarles a las mujeres un oficio que les permitiera salir de la pobreza. Rezó, rezó y rezó oraciones junto a los pobladores. Poco a poco, Carmencita se hizo conocida con otro nombre: "Mamita".

María es una de las tres mujeres que se turnan para acompañarla día y noche. La dueña de casa las llama amigas, aunque reciben un sueldo por su trabajo. Nacida y criada en la Región de La Araucanía, en los años 80 María se instaló en la población Condell y conoció a Carmencita. "Organizaba excursiones a la playa. Cuatro y hasta cinco micros llenas. Nos quedábamos en Punta de Tralca, Cartagena. Gracias a ella, mis tres hijos conocieron el mar", relata la mujer, que cuida a la anciana como si fuese su madre.

En San Bernardo es un personaje, todos saben quién es. Incluso la municipalidad la declaró mujer destacada en 2006. "Pero yo no me porté bien", reflexiona Carmencita.

-¿Por qué?

-Porque no fui a la ceremonia.

Comienzos de la década de los 80. Laura del Carmen Aylwin Azócar, acompañada por sus cuatro hermanos, realiza sus votos de pobreza en el convento de las Carmelitas en San Bernardo. El sacerdote le pregunta por sus padrinos y ella, de casi 50 años, mira a su lado. Ve a su hermano Andrés y a su esposa, Mónica. Los dos son escogidos por esta mujer para acompañarla en esta ceremonia que la convertirá en una laica dedicada a Dios.

Fue la oficialización de un modo de vivir que nunca abandonó la señorita Aylwin, que no dejó de transportarse en bicicleta, ni siquiera durante los cuatro años que su hermano mayor se convirtió en Presidente. El ex mandatario la describe: "Su vida es admirable, se dedicó a servir desde unas perspectiva católica. Y aunque ella no busca protección, porque se protege sola, los cuatro hermanos siempre estamos pendientes".

Carmencita lo acompañó en la ceremonia de investidura del ex Congreso el 11 de marzo de 1990 y "lo apoyaba con la oración". Organizaba almuerzos en Cerro Castillo con sus amigos sencillos, que probablemente no podrían haber conocido el palacio presidencial de Viña del Mar si no hubiese sido por ella. Pero transitaba por los andamiajes del poder casi en silencio, como no queriendo ser percibida.

Salvo en una ocasión, cuando un domingo de comienzos de los 90 ella viajaba en micro hasta la casa de su hermano Patricio en Providencia. Uno de los pasajeros hablaba en contra del Presidente y Carmencita, después de escucharlo mucho rato, explotó:

-¡Más respeto, por favor, que el Presidente es mi hermano!

-¿Su hermano? -respondió el hombre-. ¡No me haga reír!

***

La tarde del 23 de julio pasado, unas 100 personas llegaron hasta la parroquia de Fátima de San Bernardo: la "Negrita" cumplía 90 años. Lo celebraron con una misa y luego disfrutaron de un cóctel. Estaban sus hermanos, las cuñadas, los sobrinos, los sobrinos-nietos. La mayoría de los asistentes, sin embargo, eran vecinos de San Bernardo: la quieren, la cuidan y la veneran, como si fuera una santa. En una ocasión le robaron y los ladrones, después de enterarse de que le habían robado a la "Negrita", le devolvieron sus objetos. "A veces salimos y se acercan personas que la saludan de rodillas. Son jóvenes a los que Carmencita les dio comida cuando eran niños", cuenta María, su amiga-cuidadora.

Pero la anciana no los puede ver: desde 2010 está totalmente ciega del ojo derecho, que le lagrimea y está cerrado. El izquierdo prácticamente no funciona: apenas advierte la luz y el movimiento. La falta de visión la ha limitado: hasta hace pocos años todavía andaba en bicicleta por San Bernardo y seguía con su trabajo social. Actualmente, sin embargo, apenas sale . "La vejez es así, una se va acabando. Yo era muy activa y ahora no puedo hacer nada. Era un tesoro tener vista", explica ella.

Todas las mañanas asiste a la misa de ocho a la parroquia de Santa Ana. La va a buscar en auto su amigo Justo, que junto a la señora Meche son sus mejores amigos. También sigue liderando los lunes un grupo de oración en la población Condell y, una vez por semana, los miércoles, se reza el rosario en su propia vivienda. También sale de San Bernardo: sus hermanos y sobrinos la invitan a sus casas y siempre la mandan a buscar en auto.

Pero la mayor parte del tiempo -como esta mañana de primavera- la "Negrita" Aylwin permanece sentada en su living escuchando Radio María. A veces se anima y le pide a una de sus acompañantes que la lleve a su jardín, pequeño y colorido. "En este lugar puedo sentir y oler", explica. Ahí descansa en un banquito que, como algunos de los árboles frutales, data de la época de la casa quinta.

La bicicleta desapareció: Carmencita, aburrida de que nadie respete a los ciclistas, un día se la regaló a un hombre del que nunca más supo. Con ella vivió muchas anécdotas, sobre todo en el tiempo en que su hermano era Jefe de Estado.

-¡Que el Presidente te compre un auto, poh!- le gritaron una vez, cuando ella estaba en una feria.

Patricio jamás se lo ofreció. Carmencita nunca lo habría aceptado.

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