Laurent Binet, escritor francés: "Seguro venderé menos que Dan Brown, pero quisiera creer que mis lectores aprenderán más"

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Tras el inusitado éxito de su primera novela, HHhH, el narrador galo regresa a la ficción con un policial en torno a la muerte del filósofo Roland Barthes.




Chiste cruel o ironía insolente. Hubo testigos que dijeron haber visto a Roland Barthes mirar a un lado y otro al cruzar la calle parisina de las Ecoles, la tarde del 25 de febrero de 1980. El caso es que, a la vuelta de un almuerzo con el futuro Presidente socialista François Mitterrand, no vio la camioneta que lo atropellaría. Murió un mes más tarde, instalándose hasta cierto punto la idea de que uno de los grandes lectores de signos del siglo XX, falleció por no haber atendido adecuadamente a las señales del tránsito (cuando, de hecho, la muerte no fue causada directamente por el atropello).

La muerte de este emblema de la intelectualidad francesa, superventas por sus Fragmentos de un discurso amoroso, se ha teñido de extrañeza ("El accidente es todavía un misterio", escribe su biógrafa Marie Gil). Ha tenido su lado novelesco o así, al menos, parece haberlo creído Laurent Binet (1972). El escritor de la celebrada novela histórica HHhH volvió en 2015 con un policial polémico y acontecido cuya traducción desembarca ahora en Chile: La séptima función del lenguaje.

El libro arranca con el señalado atropello y poco demora en tejer una intriga que involucra al chofer de la camioneta y a otros individuos de acento este-europeo; a Mitterrand y a su círculo de cercanos; al Presidente Valérie Giscard d'Estaing y a sus colaboradores; a la troupe de intelectuales, académicos y escritores de la French Theory, cuyas distintas facciones integraron entre otros Julia Kristeva, Phillipe Sollers, Bernard-Henri Lévy, Gilles Deleuze, Louis Althusser y Michel Foucault (protagoniza una escena antológica en un sauna); a una especie de Club de la Pelea intelectual; a académicos europeos (Umberto Eco) y estadounidenses (John Searle); y a un detective que le sigue los pasos a un documento que Barthes tuvo o debió tener en el bolsillo esa tarde de febrero. Ello, acompañado de un profesor de semiología que hace las veces de guía para el detective. Y para el lector.

Binet ha enseñado teoría literaria y quería que su libro "tuviese una dimensión pedagógica". Agrega que la investigación policial que despliega su novela es el pretexto para una reflexión sobre el poder del lenguaje: "Dejé de hacer clases hace varios años, pero supongo que en mi espíritu siempre seré un profesor. Como lector me encanta aprender y como autor me encanta transmitir. Y he aprendido muchísimo escribiendo este libro", dice a La Tercera.

Con el pasar de las páginas, puede alguien preguntarse si la "séptima función" de la que habla el título (y que juega con las seis funciones del lenguaje descritas por Roman Jakobson) es lo que Hitchcock llamó un McGuffin: una excusa guionística para el avance de la trama. "Sí y no", piensa Binet. "Lo es en la medida que todos mis personajes lo andan buscando. Pero no es simplemente un pretexto para la búsqueda, ya que la séptima función del lenguaje se funda en la función performativa, la que hace de la palabra un acto que se realiza al mismo tiempo que se enuncia. Esta función ha sido teorizada por filósofos y lingüistas estadounidenses. No es sólo un pretexto: tiene un fundamento teórico sólido que atañe al poder del lenguaje".

En portugués el libro se llama Quem matou Roland Barthes. ¿Le gusta la idea de un "policial intelectual"?

Me gusta mucho. La séptima función... se inscribe explícitamente en la línea de El nombre de la rosa, por lo cual hice de Umberto Eco uno de los secundarios más importantes del libro. Prefiero esta analogía a la de El Código Da Vinci, con el que también han comparado mi novela: seguramente venderé menos ejemplares que Dan Brown, pero quisiera creer que mis lectores aprenderán más.

¿Tuvo la intención de "desacralizar" la escena intelectual francesa, así como de rendir algunos homenajes?

Lo que rigió la escritura de este libro fue, en primer lugar, la admiración que le tengo a Barthes. Siento gran admiración por la mayoría de los pensadores que aparecen en mi novela y este libro está concebido, en efecto, como un homenaje novelesco a Foucault, Gilles Deleuze, pero sobre todo a Jacques Derrida. Dicho eso, para mí admiración no significa veneración y pienso que uno de los principales objetivos de la novela es la desacralización. En términos generales, la noción misma de lo sagrado me horroriza: impide toda discusión y hoy puede verse que ha legitimado asesinatos y atrocidades. Pienso que, intelectualmente, la blasfemia es el derecho humano más importante y si un escritor debe dar el ejemplo, es en este ámbito: un escritor debe blasfemar.

En esferas académicas como la chilena, Foucault no es menos que un héroe. ¿Cómo concibió su retrato en el libro?

He leído sus obras, sus cursos en el Colegio de Francia, así como las biografías y los libros de memorias escritos por sus cercanos, que son numerosos. También me reuní con gente que lo conoció. La mayoría de las anécdotas relatadas en el libro son auténticas, incluyendo las más escabrosas, que me fueron referidas entre risas por amigos suyos. Me hice cargo de restituir el Foucault de 1980. Que no tenga un rol más importante en mi libro se debe a que ya no es el Foucault de Las palabras y las cosas. Su objeto de estudio ya no es el lenguaje.

¿Se esperaba las manifestaciones de indignación de la pareja Sollers-Kristeva o de Bernard-Henri Lévy?

Supuse que Sollers no se pondría muy contento, pero no me esperaba una encerrona semejante de parte de sus amigos: las calumnias, las amenazas, los insultos. Dicho eso, se comportaron con la estupidez y la mala fe de siempre, por lo que no debí haberme sorprendido. Debo agregar, sin embargo, que Lévy y Kristeva se manejaron con más elegancia, o con más inteligencia.

¿Buscó desorientar al lector respecto de qué es real y qué es ficticio?

Por supuesto que no quise hacer creer a nadie que a Barthes lo asesinaron. Jamás he buscado transformar la ficción en falsificación. En mi caso, la ficción se exhibe como tal, pero me gustan las ucronías, me gustan las historias contrafactuales y me he entretenido mucho asociando a mi intriga novelesca acontecimientos históricos como el atentado a la estación ferroviaria de Bolonia, el caso de los paraguas búlgaros o el asesinato de la mujer de Althusser.b

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