Lucia Berlin, la revelación de una belleza americana

Nació en Alaska, vivió en Chile y murió en EEUU en 2004. Diez años después, un libro recién llegado la convierte en estrella literaria.




Su padre era ingeniero en minas y trabajaba con la CIA. Ella estudiaba en un colegio norteamericano en Santiago y era compañera del embajador de EEUU. Su vida era la peluquería, el polo, fiestas, misas de domingo en El Bosque y desayunos en el club de golf. Hasta que en 1952 llegó la señorita Dawson al colegio. Con ella conoció los barrios obreros y se vio en medio de mitines con vino tinto y carteles  que decían “Devuelvan la tierra al pueblo”. También fue a lecturas de poetas que más adelante le fascinarían, y a obras de teatro revolucionarias. En una de ellas le gritaron: “¡Vamos, gringa, explícame por qué estás en mi país!”.

En su entorno, los amigos se reían. “Recuerdo que alguien broméo sobre mis rotos (...). Me sentí cohibida, consciente de que en el salón había casi tantos sirvientes como invitados”.

Alcohólica, fumadora inclaudicable y brillante narradora, Lucia Berlin nació en Alaska en 1936 y murió de cáncer en Marina del Rey en 2004. Tuvo mil vidas y vivió en numerosos lugares, entre ellos Chile durante su adolescencia. Buenos y malos es uno de los cuentos que recoge su experiencia en el país y es parte del magnífico volumen Manual para mujeres de la limpieza. Publicado el año pasado en EEUU, a 10 años de su muerte, y recién llegado a Chile, es la última revelación de la narrativa americana: el libro dio a conocer a una escritora elegante y perspicaz, de una prosa deslumbrante, creadora de pequeños universos de profundas dimensiones, cruzados de violencia, melancolía y humor.

“Hace un mes nadie sabía de Lucia Berlin (1936-2004)”, escribía en septiembre de 2015 Edmundo Paz Soldán en estas mismas páginas. Aunque publicó tres libros de cuentos y ganó un National Book Award, la escritora murió reconocida solo por unos pocos lectores/autores. Entre ellos  Lydia Davis, quien promovió la publicación y escribe el prólogo de Manual para mujeres de la limpieza.

“Hace más de 30años que sigo la obra de Lucia Berlin”, escribe Davis. “Siempre he tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano suben, como la nata, y acaban por cosechar el reconocimiento que se les debe (...). Quizá con el presente volumen Lucia Berlin empiece a recibir la atención que merece”.

El libro escaló en el ranking de bestseller de The New York Times y en el gusto de los críticos. La compararon con Raymond Carver y Richard Yates. Con Proust y Chéjov. “El aplauso ha sido unánime, y merecido”, reportaba Paz Soldán.

Protagonista de una vida tan intensa como su mirada azul, a los 32 años Lucia Berlin acumulaba cuatro hijos, tres divorcios, una escoliosis que le perforaría el pulmón años más tarde y el alcoholismo que la perseguiría a diario. Vivió entre artistas, músicos y poetas en Nueva York y en la Costa Este de EEUU. También en una cabaña en el Pacífico en México. Hizo de todo para sobrevivir: enfermera, telefonista, profesora, empleada doméstica. Sus relatos nacen de esas experiencias, así como de la memoria y los dilemas de la vida diaria.

“Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián”, escribe en Mi jockey, cuento que ganó el premio Jack London 1985. En él ya se puede apreciar una de las virtudes más notables de su prosa: la voz, la cercanía que logra con el lector con asombrosa facilidad. “Las mujeres de la limpieza lo saben todo”, escribe en el relato que da título al libro. “Y las mujeres de la limpieza roban. No las cosas por las que tanto sufre la gente para la que trabajamos. Al final es lo superfluo lo que tienta”.

A lo largo del volumen aparecen retazos de su biografía, su vida en Chile (“De pronto éramos ricos, con una casa preciosa y muchos sirvientes, y alternábamos en cenas y fiestas con la gente adecuada”), los centros de desintoxicación, y algunas figuras que se reiteran: el abuelo dentista, bruto y abusador; la hermana con cáncer y, sobre todo, la terrible madre alcohólica, que “odiaba la palabra amor”.

En uno de los cuentos, recibe la visita de un antiguo pretendiente del Grange, ahora director de una cadena de supermercados, con casa con piscina en el barrio alto de Santiago. “Dime, ¿qué crees que has conseguido en la vida?”, le pregunta. Ella duda. “No he probado el alcohol en tres años”.

Vivió sus últimos años en una casa rodante y luego en el garage de  uno de sus hijos, conectada a un tanque de oxígeno. Poco antes, su amiga Elizabeth Geoghean la visitó y, aunque estaba débil, vio sus “ojos azules tan sorprendentes como siempre”. Días después recibió una carta de ella, donde Lucia Berlin le hablaba de su lamentable trabajo literario. Y finalizaba con una línea  estremecedora: “Mensaje en mi lápida: Sin aliento”.

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