Papa Francisco: "La Iglesia no puede seguir insistiendo sólo en cosas como el aborto y el matrimonio homosexual"

Durante tres sesiones y más de seis horas de conversación el sacerdote jesuita y director de la revista Civilta Cattolica, Antonio Spadaro, entrevistó al Papa Francisco en sus oficinas de la Casa Santa Marta, en el Vaticano. El diálogo gestionado por algunos de los directores de revistas de la Compañía de Jesús fue publicado en forma íntegra en Chile por la revista Mensaje y <b>La Tercera</b> lo reproduce en forma parcial.




Es el lunes 19 de agosto. El papa Francisco me ha dado una cita para las diez de la mañana en Santa Marta. Las personas que me acogen me hacen esperar en una salita. La espera es breve y, tras un momento, alguien me acompaña a subir al ascensor. Salgo y veo al Papa, que me espera ya junto a la puerta. Cuando entro a su habitación, el Papa ofrece que me siente en una butaca. Sus problemas de espalda hacen que él deba ocupar una silla más alta y rígida que la mía. El ambiente es simple y austero. Sobre el escritorio, el espacio de trabajo es pequeño. Me impresiona lo esencial de los muebles y las demás cosas. Los libros son pocos, son pocos los papeles, pocos los objetos.

Empezamos a hablar de muchas cosas, pero sobre todo de su viaje a Brasil. Le pregunto si ha descansado ya. Me responde que sí, que se encuentra bien, pero, sobre todo, que la Jornada Mundial de la Juventud ha supuesto para él un "misterio".

Me dice que no estaba acostumbrado a hablar a tanta gente: "Yo suelo dirigir la vista a las personas concretas, una a una, y ponerme en contacto de forma personal con quien tengo delante. No estoy hecho a las masas"

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Antes de que pueda encender mi grabadora (…) él comienza a hablarme de sí y de su elección al pontificado. Me dice que cuando comenzó a darse cuenta de que podría llegar a ser elegido —era el miércoles 13 de marzo durante la comida— sintió que le envolvía una inexplicable y profunda paz y consolación interior, junto con una oscuridad total que dejaba en sombras el resto de las cosas. Y que estos sentimientos le acompañaron hasta su elección.

Tengo una pregunta preparada, pero decido no seguir el esquema prefijado y le  formulo otra un poco a quemarropa: ¿Quién es Jorge Mario Bergoglio? Se me queda mirando en silencio.  "No sé cuál puede ser la respuesta exacta... Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador".

El Papa sigue reflexionando, concentrado, como si no se hubiese esperado esta pregunta, como si fuese necesario pensarla más.

"Bueno, quizá podría decir que soy despierto, que sé moverme, pero que, al mismo tiempo, soy bastante ingenuo. Pero la síntesis mejor, la que me sale más desde dentro y siento más verdadera es esta: Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos. (…) Y eso es lo que dije cuando me preguntaron si aceptaba la elección de Pontífice.

Me hago cargo que esta fórmula de aceptación es para el Papa una tarjeta de identidad. Nada más que añadir. Y continúo con lo que llevaba preparado.

 ¿Qué lo movió a tomar la decisión de entrar en la Compañía de Jesús?

Quería algo más. Pero no sabía qué era. Había entrado en el seminario. Me atraían los dominicos y tenía amigos dominicos. Pero al fin elegí la Compañía, que llegué a conocer bien, al estar nuestro seminario confiado a los jesuitas. De la Compañía me impresionaron tres cosas: su carácter misionero, la comunidad y la disciplina. Y esto es curioso, porque yo soy un indisciplinado nato, nato, nato. Pero su disciplina, su modo de ordenar el tiempo, me ha impresionado mucho.

Y, después, hay algo fundamental para mí: la comunidad. No me veía sacerdote solo: tengo necesidad de comunidad. Y lo deja claro el hecho de haberme quedado en Santa Marta. Cuando fui elegido ocupaba, por sorteo, la habitación 207. Esta en que nos encontramos ahora es una habitación de huéspedes. Decidí vivir aquí, en la habitación 201, porque, al tomar posesión del apartamento pontificio, sentí dentro de mí un 'no'. El apartamento pontificio del Palacio Apostólico no es lujoso. Es antiguo, grande y puesto con buen gusto, no lujoso. Pero en resumidas cuentas es como un embudo al revés. Grande y espacioso, pero con una entrada de verdad muy angosta. No es posible entrar sino con cuentagotas, y yo, la verdad, sin gente no puedo vivir.

¿Qué significa para un jesuita haber sido elegido Papa? ¿Qué aspecto de la espiritualidad ignaciana le ayuda?

El discernimiento (…). Son muchos, por poner un ejemplo, los que creen que los cambios y las reformas pueden llegar en un tiempo breve. Yo soy de la opinión de que se necesita tiempo para poner las bases de un cambio verdadero y eficaz. Se trata del tiempo del discernimiento. Y a veces,  por el contrario, el discernimiento nos empuja a hacer lo que inicialmente pensábamos dejar para más adelante. Es lo que me ha sucedido a mi en estos meses.

Mis decisiones, incluso las que tienen que ver con la vida normal, como usar un coche modesto, van ligadas a un discernimiento espiritual.

Yo desconfío de las decisiones tomadas improvisadamente. Desconfío de mi primera decisión. Suele ser un error.

 ¿Piensa que su experiencia de gobierno en el pasado (como  superior y superior provincial de la Compañía de Jesús) puede ser útil para su situación actual, al frente del gobierno de la Iglesia?

En mi experiencia de superior en la Compañía, si soy sincero, no siempre me he comportado así, haciendo las necesarias consultas. Y eso no ha sido bueno. Mi gobierno como jesuita, al comienzo, adolecía de muchos defectos. Corrían tiempos difíciles para la Compañía: había desaparecido una generación entera de jesuitas. Eso hizo que yo fuera provincial aún muy joven. Tenía 36 años: una locura. Había que afrontar situaciones difíciles, y yo tomaba mis decisiones de manera brusca y personalista. Al final la gente se cansa del autoritarismo. Mi forma autoritaria y rápida de tomar decisiones me ha llevado a tener problemas serios y a ser acusado de ultraconservador. No habré sido ciertamente como la beata Imelda, pero jamás he sido de derechas. Fue mi forma autoritaria de tomar decisiones la que me creó problemas.

Con el tiempo he aprendido muchas cosas. Sucedía que, como arzobispo de Buenos Aires, convocaba una reunión con los seis obispos auxiliares cada quince días y varias veces al año con el Consejo presbiteral. Se formulaban preguntas y se dejaba espacio para la discusión. Esto me ha ayudado mucho a optar por las decisiones mejores. Ahora, sin embargo, oigo a algunas personas que me dicen: 'No consulte demasiado y decida'. Pero yo creo que consultar es muy importante. Los consistorios y los sínodos, por ejemplo, son lugares importantes para lograr que esta consulta llegue a ser verdadera y activa. Lo que hace falta es darles una forma menos rígida. Deseo consultas reales, no formales. La consulta a los ocho cardenales, ese grupo consultivo externo, no es decisión solamente mía, sino que es fruto de la voluntad de los cardenales, tal como se expresó en las Congregaciones Generales antes del Cónclave. Y deseo que sea una consulta real, no formal.

¿De qué tiene la Iglesia Católica mayor necesidad en este momento histórico? ¿Hacen falta reformas?

Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene alto el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas. Ya hablaremos luego del resto. Curar heridas, curar heridas... Y hay que comenzar por lo más elemental. Las reformas organizativas y estructurales son secundarias, es decir, vienen después. La primera reforma debe ser la de las actitudes. Los ministros del Evangelio deben ser personas capaces de caldear el corazón de las personas, de caminar con ellas en la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche y su oscuridad sin perderse. Se necesitan pastores y no funcionarios, 'clérigos de despacho'.

Pensando en los divorciados, en parejas homosexuales y en otras situaciones difíciles, ¿cómo se hace pastoral misionera en estos casos?

En Buenos Aires recibía cartas de personas homosexuales que son verdaderos 'heridos sociales', porque me dicen que sienten que la Iglesia siempre les ha condenado. Pero la Iglesia no quiere hacer eso. Durante el vuelo en que regresaba de Río de Janeiro dije que si una persona homosexual tiene buena voluntad y busca a Dios, yo no soy quién para juzgarla. Al decir esto he dicho lo que dice el Catecismo. La religión tiene derecho de expresar sus propias opiniones al servicio de las personas, pero Dios en la creación nos ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal. Una vez una persona, para provocarme, me preguntó si yo aprobaba la homosexualidad. Yo entonces le respondí con otra pregunta: 'Dime, cuando Dios mira a una persona homosexual, ¿aprueba su existencia con afecto o la rechaza y la condena?'. Hay que tener siempre en cuenta a la persona. Y aquí entramos en el misterio del ser humano. Hay que acompañar con misericordia. Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto. Después de aquello esta mujer se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?.

No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Yo he hablado mucho de estas cuestiones y he recibido reproches por ello. 

¿Qué piensa de los dicasterios romanos (los ministerios del Vaticano ndr)?.

Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto. Tenemos que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura.

Los dicasterios romanos están al servicio del Papa y de los obispos: tienen que ayudar a las Iglesias particulares y a las conferencias episcopales. Son instancias de ayuda. Pero, en algunos casos, cuando no son bien entendidos, corren peligro de convertirse en organismos de censura.

El pasado 29 de junio, durante la ceremonia de bendición e imposición de los palios a los 34 arzobispos metropolitanos, definió "la vía de la sinodalidad" como el camino que lleva a la Iglesia unida "a crecer en armonía". ¿Cómo conciliar –entonces- en armonía el primado del Papa y la solidaridad?

Debemos caminar juntos: la gente, los obispos y el Papa. Quizá es tiempo de cambiar la metodología del sínodo, porque la actual me parece estática. Eso podrá llegar a tener valor ecuménico, especialmente con nuestros hermanos ortodoxos. De ellos podemos aprender mucho sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre la tradición de sinodalidad.

En una entrevista afirmó que la presencia femenina en la Iglesia apenas se ha hecho notar, porque la tentación del machismo no ha dejado espacio para hacer visible el papel que le corresponde. ¿Cuál debe ser ese papel en la Iglesia? ¿Qué hacer hoy para darle una mayor visibilidad?

Es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Temo la solución del 'machismo con faldas', porque la mujer tiene una estructura diferente del varón. Pero los discursos que oigo sobre el rol de la mujer a menudo se inspiran en una ideología machista. Las mujeres están formulando cuestiones profundas que debemos afrontar. La Iglesia no puede ser ella misma sin la mujer y el papel que ésta desempeña. La mujer es imprescindible para la Iglesia. María, una mujer, es más importante que los obispos. Digo esto porque no hay que confundir la función con la dignidad. Es preciso, por tanto, profundizar más en la figura de la mujer en la Iglesia. Hay que trabajar más hasta elaborar una teología profunda de la mujer. Solo tras haberlo hecho podremos reflexionar mejor sobre su función dentro de la Iglesia. En los lugares donde se toman las decisiones importantes es necesario el genio femenino. Afrontamos hoy este desafío: reflexionar sobre el puesto específico de la mujer incluso allí donde se ejercita la autoridad en los varios ámbitos de la Iglesia".

Me doy cuenta de que seguiría mucho tiempo este diálogo, pero sé que, como dijo el Papa una vez, no hay que "maltratar los límites". En total hemos dialogado durante más de seis horas a lo largo de tres sesiones, el 19, el 23 y el 29 de agosto. Lo nuestro ha sido más una conversación que una entrevista. No ha habido nada de mecánico, y las respuestas nacían del diálogo y dentro de un razonamiento que he procurado reflejar aquí, de modo sintético, como he podido.

(Entrevista completa en Revista Mensaje)

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