Paula Ojeda: "Tuve a mi hija en el auto"

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"A mis dos primeros niños los tuve por parto normal, y fueron, bueno, partos bien normales, salvo por una cosa: la intensidad del dolor; me dolía mucho desde la primera contracción. Con el mayor llegué a la clínica poco menos que arrastrándome; mi marido, Sebastián, aterrado, y me mandaron de vuelta porque todavía ni empezaba a dilatarme. Con el segundo fue parecido y después de eso todos se reían un poco de mí, decían que era exagerada.

Con esta guagua, la tercera, dije, me voy a conectar conmigo, voy a estar muy tranquila, a respirar, todo muy profundo hasta que a las 39 semanas, después de una tarde jardineando, empecé con las contracciones, y pasó lo mismo, los dolores fueron muy intensos. 'Sebastián, estoy mal', le dije cuando llegó, porque había salido con los niños, y él medio riéndose me preguntó si ya había hablado con la matrona. La llamé, un sábado a las ocho de la tarde. 'Paula, acuérdate, las contracciones tienen que ser seguidas, espérate', me contestó. Pero me dio lo mismo, me dolía, así es que le dije a mi marido que nos íbamos a la clínica.

Él estaba tan poco convencido que mientras bajábamos por la Plaza San Enrique –yo vivo en El Arrayán- el chofer del auto de al lado le preguntó algo y se puso a explicarle con toda calma: 'ándate por Raúl Labbé, dobla por no sé dónde'. Yo, que venía a toda contracción, me asomé y no sé qué le dije pero creo que casi maté al pobre tipo. 'Dale', grité y seguimos por Las Condes, camino a la Clínica de la Católica en San Carlos de Apoquindo. Cuando doblamos por San Damián ya venía mal. Ahí Sebastián me vio agarrada al asiento y entera mojada, como mujer en parto, y se asustó.

Seguimos hasta que de repente sentí un ruido y pujé. "Sebastián, nació la Inés", le dije mientras íbamos por San Damián. Él creyó que me había vuelto loca, pero la cabeza ya estaba afuera. Se cuneteó como pudo y se bajó del auto. Acto seguido salió la guagua y cayó ahí, a mis pies. Fue algo automático, sentí un dolor muy fuerte, pero salió y ya. Después, lloró. Nació y lloró. Fue amorosa ella porque lo hizo altiro y eso fue un alivio. Si se hubiera quedado en silencio hubiera sido distinto.

Sebastián abrió la puerta, la tomó en brazos, me la pasó y me dijo que me la pusiera en la pechuga. Era una cosa menudita, chiquitita, como un pescadito. Nunca nos acordamos del cordón, de que había que cortarlo porque si no puedes desangrarte. Dicen que con un nudo basta, pero mi única preocupación era que respirara y abrigarla. Sebastián, ya de vuelta manejando, se sacó la camisa como pudo –volaron los botones, me acuerdo- y la envolví. Sorprendentemente, los dos estábamos muy tranquilos. Concentrados. No hubo histeria. En un minuto, eso sí, me asusté, sentía que no estaba respirando ni tomando leche, pero ahí la muy simpática volvió a llorar y supimos que estaba bien.

Deben haber sido unos ocho minutos los que nos demoramos en llegar a la clínica. Entramos con el auto poco menos que a la sala de urgencia. Sebastián se bajó, sin camisa, y entró. '¿Ambulancia?', le preguntaban. 'No'. '¿Silla de ruedas?' 'Tampoco'. De repente volvió corriendo al auto, como con diez personas atrás. Claramente no les pasa muy seguido porque nadie sabía muy bien qué hacer ni a dónde llevarme. Quisieron bajarme pero yo quería una frazada para tapar a la Inés. No sé qué me pasó con la frazada, pero me obsesioné: agarré la puerta para que no pudieran abrirla y dije que no salía hasta que trajeran una. No fue una acción ágil como uno esperaría. Estaban un poco impactados. 'Frazada' se decían de uno a otro hasta que llegó uno con un plástico. '¡Frazada!', gritaba yo. Y hasta que no llegaron con una, no salí.

Me tomaron entre cuatro, me subieron a la camilla y fuimos a la sala de parto de urgencias. De ahí en adelante todo siguió su camino. Yo había tenido un problema con la isapre, y me había cambiado de clínica e hice mil trámites para seguir con mi doctor, mi matrona y tal anestesista. Y al final todo eso dio lo mismo, tuve la guagua en el auto, llegó el ginecólogo de turno, revisó a la Inés que estaba bien, cortaron el cordón, me sacaron la placenta y quedé como tuna con mi guagua apretadita en los brazos. En eso llegó mi doctor, blanco como el papel, y la matrona, que me preguntó, impactada, que por qué yo no le había dicho que era tanto. 'Mira, estoy feliz, y por suerte está todo bien, pero dejémoslo hasta ahí no más, porque o si no me va a venir la rabia', le contesté. Mi historia fue súper manejable y la Inés nació bien, pero pudo ser más complicado.

También empezó a aparecer mi familia. No lo podían creer. Me convertí en una especie de fenómeno, la gente de la clínica salía a mirarme cuando me llevaron para mi pieza, y todavía tengo que contar el cuento en los almuerzos y comidas. Al principio, al verme tan tranquila creían que era porque estaba en shock, pero no, no me vino ni un bajón, ni fue algo traumático. No crean que no fue bonito. Cuando íbamos en el auto nos miramos con Sebastián impresionados, me acuerdo de la atmósfera, de la luz y fue algo especial.

A ninguno de los dos nos interesan mucho los autos, pero éste pasó a ser un objeto sentimental. Después del parto quedó asqueroso. 'Ojalá que no me pare nadie porque realmente pareciera que asesiné a alguien', se fue diciendo Sebastián, ya con camisa, al día siguiente cuando se lo llevó de la clínica para lavarlo. Un tiempo después se nos hizo chico y lo vendimos, con harta pena. No creo que hubiéramos podido ir y dejarlo en una automotora, se lo quedó una amiga de mi cuñada y antes de entregarlo le sacamos miles de fotos a la Inés arriba.

Creo que no es casualidad que ella haya nacido así. Algo traía. Es chica pero súper decidida. Ahora dice: 'yo nací en un auto'. Nosotros con mi marido nos reímos de la historia pero créeme, a mí ya nadie se atreve a decirme que soy exagerada".

*Paula Ojeda Risopatrón es paisajista y socia del vivero Las Bandurrias.

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