Una dinastía de algodoneros

[Tradición] La familia Rubio lleva más de 60 años vendiendo esta golosina en el zoológico y otros puntos de Santiago.




Para los niños hay una fantasía en torno a cómo se hace el algodón dulce", cuenta Sergio Rubio (59), mientras enciende el quemador de su máquina con un fósforo. A simple vista parece magia, pero el truco es el siguiente: se calientan juntos el azúcar, el colorante rojo frambuesa y el saborizante de frutilla en un cuenco que gira a toda velocidad. Y por acción centrífuga, el caramelo sale expulsado y se enfría en forma de hilitos algodonados.

Para él, que lleva 32 años trabajando en el Pueblito de Los Dominicos, fue uno de sus placeres culpables, pero no la razón por la cual ha dedicado su vida a este oficio. Su padre Sergio, ya fallecido, comenzó hace más de 60 años, y de sus ocho hijos, siete son algodoneros. Tres de ellos, Luis, Sergio y Nano, trabajan en Santiago. Un nieto, también.

La historia de todos comenzó a los pies del cerro San Cristóbal, hasta donde llegaba el patriarca en los años 50 desde su casa en El Salto. Se instalaba en el sector del funicular y cuando se inauguró el Centro Artesanal Los Dominicos, en los 80, decidió probar suerte allá. Tal fue su éxito, que se estableció en el lugar hasta que enfermó. Entonces el hijo mayor, Sergio, heredó su puesto.

Luis (58), por su parte, llegó a Las Condes en 1981, con la inauguración del centro comercial Apumanque. Pero luego se trasladó al interior del estadio Español. "He sido algodonero por 47 años, la mayor parte de ellos en este estadio, todos los fines de semana", cuenta.

Estos dos hermanos afirman que se ha perdido un poco el romanticismo en torno al oficio, como el que había cuando paseaban en triciclo por los barrios, anunciando su llegada con un cacho de buey. Sólo Nano tiene un puesto de trabajo más errante, entre las ferias de Quilicura y Lo Barnechea.

"Es durante el invierno y hasta octubre, cuando más se vende algodón. También en septiembre, porque andan todos con ganas de comer cosas típicas", cuenta Sergio. Por eso, en su carro también tiene palmeras, cuchuflíes, dulces de violeta, manzanas y maní confitado.

Su sobrino, y el único nieto del patriarca que trabaja en la capital, Jonathan (28), se instala todos los días en la entrada al zoológico, con el carro que su padre, Luis, le confeccionó. No quiere confesar cuántos algodones vende al día, pero apenas se instaló en la mañana llegó una fila de cinco niños, turistas y estudiantes.

"Hubo un tiempo en que mi papá vendía dentro del zoológico. Pero después de que murió un chimpancé, pensaron que podía ser por los palitos de algodón que los niños le tiraban y tuvo que salir de ahí", cuenta Jonathan, quien agrega que lo de vender pompones dulces y rosados es un negocio estable. "Mientras haya niños, está a salvo. Yo creo que el gusto por el algodón no se ha perdido, porque los padres quieren que sus hijos prueben los dulces que ellos probaron de pequeños. Y por eso nos llaman para cumpleaños, kermeses y eventos", agrega.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.