Más arriba de la propia falda

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Da la impresión de que hoy en día todos estamos siendo acusados o perseguidos por algo, y no hablo únicamente desde mi condición de hombre. Las elites, el pueblo, las multitudes silenciosas, los piadosos, los flojos, e incluso quienes nos mostramos relativamente escépticos ante cualquier postura, todos rodamos dentro de un mismo revolcón de inculpaciones y denuncias del que sólo se salvan los hijos e hijas de la grandísima imputación. La atmósfera actual me retrotrae a los fatídicos años escolares, a un colegio católico de elite cuyas autoridades promovían y premiaban la delación del prójimo.

Curiosamente, uno de los estratos menos dispuestos a comprender el espíritu salvaje de los tiempos que corren es la elite, esa misma elite que todavía apuesta por un consenso de cúpulas propio de tiempos añejos y más que pisoteados por los tacones rudos del presente. Un buen ejemplo para ilustrar lo anterior es la terrible situación por la que atraviesa la Democracia Cristiana. Si la DC hubiese avizorado cómo se venía el naipe hace cinco años atrás, tengamos por seguro que habría hecho algo para evitar la vergonzante debacle que la derrumbó. Pero no: el mínimo estado de alerta que le era exigible se había entumecido a causa de pesados atavismos, como la soberbia catolicoide y una marcada vocación elitista.

Pienso en todo esto porque entre el enervamiento colectivo en el que se nos ha hecho rutina vivir, entre el mal gusto de las imágenes que a diario nos fulminan las pupilas y nos agrían las papilas gustativas, de repente surge una personalidad inesperada, y en el caso particular al que me refiero, sumamente inesperada, ya que proviene de un gobierno que en vez de avanzar, persiste en trastabillar. La mesura y la sensatez de la ministra de la Mujer y la Equidad de Género, Isabel Plá, dan para abstraerse, aunque sea por algunos gloriosos segundos, de tanta ruidanga, de tanto destemple, de todas las fuerzas centrífugas que hoy por hoy se manifiestan destetadas por las calles y avenidas del país.

El otro día vi en un programa de televisión a una activista del feminismo que, a falta de ideas o elocuencia, lucía una espléndida cabellera azul. Después de escuchar sus intervenciones, concluí que ése debía de ser el atributo clave por el que había sido invitada a debatir, la espléndida cabellera azul, pues su aporte en diferentes tonalidades fue nulo. Para mala suerte suya, los telespectadores habíamos seguido con atención, tan sólo un par de minutos antes, a una de sus jóvenes camaradas feministas, Araceli Farías, quien dio sobradas muestras de lucidez, audacia y articulación. ¿Dos caras de una misma moneda? Por supuesto que no: dos monedas de distinto cuño.

Ya vendría siendo hora de separar el trigo de la paja, para así ponernos los pantalones de una buena vez y comenzar a ignorar eslóganes ingenuotes o derechamente estúpidos que ni un bien nos reportarán. Mejor concentrémonos en cuotas de género, en las consecuencias brutales que hoy en día pueden alcanzar las "pequeñas humillaciones", y, sobre todo, escuchemos a la ministra. Ella, que no proviene de esa elite que en el gobierno es tan propensa al trastabillón, ella, que hasta hace poco era mirada en menos por los machotes del gabinete, tiene algo que decirnos. Defensora de ideas discutibles, por cierto, Isabel Plá valora, aun así, la importancia de un debate más arriba de su propia falda.

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