Apartheid sexual

PROTESTA FEMINISTA CONTRA LA SENTENCIA DE LA MANADA
Foto: EFE.


Una de las técnicas más efectivas del constructivismo social es la de separar las aguas de lo político. En otras palabras, definir la política como un dilema: dictadores versus demócratas, liberales contra conservadores, libre mercado o igualitarismo estatal, progresista o cavernario. Solo dos bandos. No hay matices ni nada entremedio por lo que valga la pena luchar. Cuando, además, los problemas sociales también se logran distinguir en dos clases, entre víctimas y victimarios, el activista político descubre la panacea popular. En efecto, desde los tiempos de Marx ―y la lucha proletaria en contra de la burguesía― que los movimientos sociales más populares de la historia cumplieron con la mencionada dualidad. La lucha en contra del apartheid sudafricano, como la mayoría de las emancipaciones sociales en contra del racismo en el mundo, es quizás el caso más notable de este fenómeno.

El naciente movimiento estudiantil feminista en contra del sexismo en la educación chilena, navega con viento a favor porque en su dominio están los mismos presupuestos. El abuso sexual, físico, verbal y psicológico a la mujer es una realidad que se vive y, lamentablemente, en algunos casos, se soporta y acepta en distintas capas sociales y culturales de nuestro país. A ello, además, se le agrega desigualdades de todo tipo, algunas promovidas por el mismo Estado ―como la inexplicable discriminación en las Isapres― y otras que tienen razones históricas o culturales que son más complejas de enfrentar, como por ejemplo el efecto que tienen las expectativas de los padres en la educación de sus hijos. Se debe agregar también que la reprimenda estudiantil no es un capricho ni casualidad: en la vida universitaria dichos abusos son aún más exagerados, tanto por el contraste generacional ―y cultural― que existe entre los alumnos y sus profesores y directivos, como por la híper sexualización en esa etapa de la juventud, que transita entre la liberación sexual y la cosificación del cuerpo humano.

Con todo, la manifestación feminista corre el serio peligro de pasar de un genuino movimiento universitario, a ser el subconjunto de una agenda progresista libertaria con aspiraciones político-clientelares de proporciones épicas. El mayor peligro redunda en que la agenda en contra del abuso sexual a la mujer ―desde la identificación de sus causas hasta las medidas prácticas para erradicarlas― quede en segundo plano por la caricaturización populista del fenómeno, que vendría a ser una especie de apartheid sexual en Chile, donde los hombres supuestamente estarían violando mujeres por el solo hecho de ser mujeres. Inevitablemente, la simplificación publicitaria del problema, esconde la enorme complejidad social del fenómeno. En consecuencia, su solución vendrá de la mano de un catálogo de derechos que se supone solucionaría los problemas de toda la sociedad por igual y, curiosamente, será la misma receta que salió de los movimientos fotocopiados de Barcelona, Londres y París.

Como ya se sabe, la realidad social en Chile es diversa. La desigualdad de nuestro país obliga a tomarnos los debates con una especificidad mayor de la que lo hace un país desarrollado e igualitario de Europa. Suponer que el sexismo en Chile se practica por igual en las distintas capas sociales y, para peor, que sus consecuencias son las mimas, terminará desplazando a las mismas de siempre: a las más vulnerables, esas mujeres que volvieron a vivir en campamentos, las invisibles que no tienen la capacidad de articulación social ni política, ni menos publicistas en el Congreso interesados en su precaria realidad. Ese apartheid social, estimo, es el que nadie en Chile debe soslayar.

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