Brasil: la hora de los militares

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Soldados en una práctica en el marco de los JJ.OO, en 2016. Foto: EFE


El Presidente Michel Temer ha tomado la decisión de militarizar la seguridad de Río de Janeiro, entregando al ejército el control de los servicios de mantenimiento del orden público. No es la primera vez que, ante la violencia del crimen organizado, los militares se involucran en tareas de seguridad en Río, pero antes lo habían hecho para atender hechos puntuales y asistir a la policía local, mientras que ahora se les ha otorgado un mandato integral para actuar.

La violencia de Río no es un invento: es de las peores, aunque no la peor, de Brasil. Alrededor de seis mil personas son asesinadas al año y eso incluye casi mil policías. Las principales víctimas no son criminales, fuerzas del orden o turistas, sino los pobres de las favelas. Los grupos criminales, aunque tienen relación con otras actividades, extraen su poder económico y capacidad de fuego del narcotráfico.

Es un problema que se plantea en buena parte de la América Latina. ¿Cuál es la respuesta? Las dos posiciones más saltantes son, de un lado, la militarización, y, del otro, la asistencia social y el aumento de servicios vitales como la educación y la salud. Río ha intentado ambas cosas, lo primero, como digo, de forma limitada en comparación con el mandato actual; lo segundo se intentó con un programa llamado "pacificación", que incluyó la creación de unidades que tenían un componente social. Ni lo uno ni lo otro bastó.

Las incursiones militares nunca resolvieron el problema pero tampoco lo hizo el enfoque social, que en parte se vio frustrado por la corrupción (hay gobernadores y alcaldes de Río presos o procesados, y las finanzas públicas llevan tiempo en crisis). Pero el asunto de fondo es que el crimen organizado cuenta con el incentivo económico de una actividad ilegal enormemente lucrativa. Mientras no se entienda esto, Brasil y otros países seguirán apostando a la militarización: una política, por lo demás, que irá acentuándose en la medida en que los resultados no sean los esperados.

¿Cuál será la consecuencia? Inevitablemente, el abuso de la fuerza. Ya vimos lo que ocurrió en México cuando, a fines de 2006, el gobierno entregó a los militares el mandato de acabar con los carteles de la droga: la violencia alcanzó unos niveles nunca vistos desde el final de la Revolución mexicana (170 mil muertos civiles desde entonces). Cuando México despertó de la pesadilla, el problema de fondo, como el dinosaurio de Monterroso, todavía estaba allí.

Para que una política de militarización del mantenimiento del orden público tenga éxito en un contexto de bandas criminales vinculadas a una actividad lucrativa hace falta establecer poco menos que un Estado policial. Aunque esa no es, ni remotamente, la intención de Temer en Río, ni era la intención de Felipe Calderón en México, lo cierto es que una vez que los militares tienen un poder de emergencia sobre los civiles, la tendencia es la violencia de Estado, explícita o incluso implícita.

Temer probablemente calcula que la medida será popular en el corto plazo. El hecho de que uno de los candidatos que ha surgido con fuerza de cara a los comicios presidenciales de octubre sea Jair Bolsonaro, un ex paracaidista con discurso populista que exige mano dura (y cree que la militarización de Río no va lo suficientemente lejos en los términos anunciados), demuestra que hay un público desesperado dispuesto a ceder libertad a favor de la seguridad. Pero esta vía no augura nada bueno: ni soluciones de fondo, ni un mantenimiento del orden compatible con la legalidad y el Estado de Derecho.

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