Coraje tardío

120 latidos
Una escena de 120 latidos por minuto.


Lo ocurrido con el estreno de 120 latidos por minuto, la película de Robin Campillo, tiene alcances que pueden ser reveladores. Siendo una cinta transversalmente bastante bien acogida por la crítica, apenas duró algunos días en las multisalas y ya no hay modo de verla sino en el Cine Arte Alameda. Aunque siempre supimos que las espaldas de la crítica eran insuficientes para imponer títulos en la cartelera, ahora pareciera que tampoco alcanzan para asegurarle un paso medianamente digno a los pocos títulos de relevancia cultural que se cuelan a la pantalla grande.

Que efectivamente este largometraje de Campillo tenga esa relevancia es otro cuento. Quizás la tiene, pero no en los términos que ha dicho gran parte de la crítica. 120 latidos por minuto es la típica película en definitiva muy menor con carrocería de gran cine. Toca un tema socialmente importante, la batalla de un colectivo que dio una lucha notable en Francia para visibilizar la gravedad de la epidemia del sida, lo aborda en términos descarnados y con indignación y lo plantea con un radicalismo político que es poco frecuente en el cine francés. Claro que es distinto acusar de asesinato al gobierno de Mitterrand y del primer ministro Laurent Fabius a mediados de los 80 que hacerlo treinta años después. En ese momento la acusación era una brasa encendida; ahora no es más que una pieza del decorado histórico. Este desfase no tiene ninguna novedad en la tradición fílmica gala. De hecho tuvieron que pasar largos años, décadas incluso, para que sus realizadores se dieran por notificados de experiencias históricas complejas como fue el fenómeno del colaboracionismo o la división que introdujo en la sociedad francesa la guerra de Argelia. Salvo muy contadas excepciones, en el cine francés la provocación, el coraje y el arrojo político son valores a los cuales las películas llegan por lo general bastante tarde. De hecho es perfectamente lícito sostener que hay más coraje en Philadelphia del 93, la primera cinta de un gran estudio, dirigida por Jonathan Demme con Tom Hanks, que en una realización marginal como ésta ahora.

Así y todo, esta realización tiene algunos méritos. El mayor de todos quizás sea la forma en que los jóvenes activistas conectaron su lucha con la recia tradición racionalista y discursiva de la política francesa, y que en la cinta se traduce en largas secuencias de acalorados debates en asambleas acerca de los medios y los fines que los movilizan contra el gobierno, los laboratorios, la indolencia de los medios y de la sociedad en general. Es cierto que la campaña tuvo contornos épicos, pero las propias imágenes sirven para situar esos alcances en su justo lugar. La épica fue la de los activistas y no necesariamente es una corona con la cual puedan vestirse estas imágenes.

Algo, quizás bastante, les faltó para tenerla. 120 latidos por minuto es muy poco convincente en lo que agrega al desesperado combate del colectivo Act Up de esos años. La historia de amor entre los dos jóvenes que participan en la campaña en rigor es una love story de lo más convencional y arrastra tantas nebulosas respecto de los personajes -familia, ocupación, estudios- que parecieran sugerirle al espectador que es preferible no preguntar demasiado. Obviar los detalles es la manera más olímpica de ningunear a los personajes. Con vaguedades así no es raro que las historias queden cojas. El dato más penoso de la película no es tanto la fatalidad de la epidemia en la historia que cuenta, sino la compulsión de Campillo por extender la narración hasta mucho más allá de lo que la estructura dramática soportaba. Hay por lo menos unos 20 minutos de la cinta que están de más.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.