Crisis del alma moderna

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La modernidad chilena vive una época confusa, carente tanto de líderes con visión de Estado como de seguidores. Pareciera que nadie quiere reconocer conducción en otros, ni tampoco asumir los sacrificios de conducir. El consumidor egoísta es, a la vez, cómodo e indomable. Sólo acepta la adulación. Quiere ser protagonista, pero gratis. Un superhéroe al servicio de sí mismo. De ahí las épicas absurdas del estallido.

El ego inseguro se alimenta de la agresión para sentirse reconocido. Y agresión es lo que copa hoy el espacio público de nuestras grandes ciudades. A falta de mensaje, buenos son los enemigos. Turbas y carabineros atrapados en un bucle. Cada facción política en guerra contra las demás. Cada urbanita enloquecido por su propio deseo de auto-expresión. Millones de asambleas constituyentes unipersonales.

Casi no hay visión pública ni privada. Los partidos, que deberían haber convocado a convenciones ideológicas con prisa, prefieren dar peleas de baja estofa. Algunos políticos ya no se creen capaces ni de ejercer la representación, y han convertido esa impotencia en su propio eslogan. Las empresas más relacionadas al malestar, en silencio. Y muchos supermercados atacados, en vez de trabajar con los vecinos de los barrios afectados, creen que "castigándolos" mediante cierres definitivos y despidos están dando una lección. Como si abandonar esos barrios al poder narco tuviera contenido pedagógico.

Lo que nos afecta, lo que carcome nuestra modernidad y nuestras grandes ciudades, es una enfermedad del alma. La desigualdad extrema, los abusos y la corrupción son meros reflejos de ella. Es una mezquindad putrefacta que no nació con la dictadura, sino que viene de antes -como el "Balance patriótico" de Huidobro, "El obsceno pájaro de la noche" de Donoso y "La muralla enterrada" de Franz atestiguan- y que encontró una afinidad electiva con el llamado "neoliberalismo". Es una inseguridad profunda, un odio a nuestro propio ser, lo que nos carcome. La convicción secreta de que todo lo bueno es mentira.

El consumismo chileno es perverso porque consumimos para escondernos. Porque, adquiriendo, disimulamos nuestra falta de carácter. Porque los objetos son nuestro disfraz. Nuestra relación con las cosas es enferma porque les exigimos proveernos de identidad y luego las destruimos cuando eso no resulta.

La única gran oportunidad que abre esta crisis social es la de mirarnos de una vez frente al espejo, reconocernos y perdonarnos por lo que somos. De lo contrario, seguiremos siendo un país incapaz de crear. Una nación de copiones mediocres y pichuleritos chaqueteros, de "sórdidos y pálidos calumniadores". Un atado imbunche.

Hemos convertido -todos los aspirantes a modernos- la copia feliz del edén en el infierno que Lewis describe en "El gran divorcio". Somos personajes patéticos, enamorados de nuestras heridas e incapaces de actuar con cariño porque sentimos que perdemos algo.

La pregunta por el futuro de Chile, por el tan ansiado desarrollo, es, a estas alturas, tan personal como política: cómo sanarnos el alma. Cómo ponemos el crecimiento económico al servicio de un "yo" y de un "nosotros" verdadero y amado, en vez de ponernos nosotros al servicio del crecimiento para disimular que no sabemos quiénes somos y odiarnos por eso. Si somos incapaces de tal esfuerzo, no habrá constitución ni "primera línea" que nos salve.

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