Enemigos íntimos

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Uno de los problemas que enfrentamos, es que en nuestro país hay muchas personas, demasiadas desgraciadamente, que creen que la tarea de mantener el orden público es incompatible con el respeto a los derechos de las personas. Es decir, que el efectivo uso de la fuerza socialmente organizada por parte del Estado, termina siempre lesionando las garantías individuales de los ciudadanos.

De esta forma entonces, y de cara a tener que optar, un sector importante de la derecha privilegia el orden y la seguridad, subordinando los Derechos Humanos a un bien que consideran superior, constituyendo la violación de garantías civiles y políticas como un inevitable costo lateral. Frases como "algo habrán hecho", "para hacer tortillas hay que romper huevos" o sus quejas por el excesivo garantismo o celo en favor de los "derechos de los delincuentes", son un buen ejemplo de lo anterior.

Llevado al extremo, ese discurso no solo instala al orden como una bandera política fundamental, sino también, y en las versiones más radicales y populistas, conduce al total menosprecio de los derechos de las personas, especialmente de aquellos que no se parecen a ellos. Es ahí donde está el origen del desdén y miedo a la diversidad, transformándose en la fuente para el clasismo, la homofobia o el racismo, por nombrar sus rasgos fundamentales.

Al frente, y aunque de manera inversa, ocurre otro tanto. El orden y la seguridad nunca han sido un tema cómodo ni menos pacífico por la izquierda. Más allá de la historia reciente de Chile, se arrastran prejuicios y pudores frente a toda acción policial y militar por parte de los gobiernos democráticos -hago el énfasis, porque no parecen muy afectados cuando esa represión se ejerce por regímenes de izquierda- al punto que se considera ilegítimo todo el uso de la fuerza pública por parte del Estado, debido a la potencial posibilidad de que se vulneren los derechos fundamentales.

Y también la mayor radicalización de ese discurso transforma al Estado y sus instituciones en el adversario o enemigo, presentándolos como esencialmente opresores, justificando la violencia para combatirlo y derivando en un infantilismo revolucionario cuya ausencia de realidad raya en lo patético. Un ejemplo reciente, es el delirio de algunos -incluyendo diputados elegidos democráticamente y que gozan de todos sus derechos civiles y políticos- que presentan al Chile actual como una dictadura y a ellos como míticos combatientes.

La gran paradoja es que unos y otros no son muy distintos. De hecho, se necesitan para justificarse mutuamente y así seguir negando que la legitimidad de la fuerza en una democracia estriba justamente en que se cautelen los derechos de todos los miembros de la comunidad política.

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