Febrero ingrávido

comité político Piñera


Al margen de la Operación Huracán y sus ruinas, este es un febrero aún más ingrávido que los habituales, por la inminencia del cambio de mando. El gobierno que se va ya fue y el que vendrá todavía no es. Hay señales, pronósticos, expectativas, buenos y malos deseos, pero nada. Humo. Se espera, por cierto, un cambio de rumbo. Eso es lo que el país votó y en estas semanas Piñera y su equipo han de estar discurriendo en qué grados el rumbo va a cambiar. Seguro que no será en 180°, no obstante que a muchos les gustaría. Es imposible no solo por cuestiones de prudencia, sino también porque el 54% del presidente electo no es un cheque en blanco y menos una exhortación a volver a poner las retroexcavadoras en movimiento para el otro lado.

Pero el cambio tendrá que notarse. Y notarse pronto. Piñera sabe mejor que nadie que los primeros cien días de gobierno son cruciales en términos de testimonio y de rayado de cancha. En eso es en lo que ha estado trabajando con su círculo de colaboradores más cercanos. Más allá de las medidas concretas que espera anunciar en diferentes ámbitos, tendrá enorme importancia el manejo de las expectativas, cosa que a él y a la derecha nunca se le ha dado muy bien. Cometió errores y se le descontrolaron en los inicios de su primera administración y, a lo mejor sin querer cometerlos de nuevo con ocasión de la primera vuelta, volvió a enfrentar un escenario parecido cuando su comando se preparaba para celebrar una votación que estimaba en el rango 42-44% de los votos y terminó quedándose en el 36. Ciertamente, fue un golpe duro en términos de frustración. Si consiguió sobreponerse, es porque Piñera es un guerrero que crece en la adversidad. Hizo los cambios que tenía que hacer en su campaña y en la segunda vuelta volvió a sorprender, esta vez para mejor y yendo bastante más lejos de lo que la cátedra anticipaba.

Hay dos factores que en principio son una ventaja al presidente para los inicios de su administración. El primero es la fatiga, el desfondamiento de la funesta experiencia del gobierno de la Presidenta Bachelet, su intentona -nunca muy explícita ni tampoco muy sincera- de sacar al país de las dinámicas del desarrollo capitalista para llevarlo a otra parte, eventualmente a las vaguedades de "el otro modelo" y cuyos resultados dejaron un país postrado, anímicamente confundido, políticamente polarizado y que en cosa de pocos años dejó de confiar en el futuro. Vaya que tomará tiempo e imaginación dar vuelta este tablero lamentable.

El segundo factor que podría serle funcional es el desconcierto de la oposición. No exactamente del Frente Amplio, que tiene todo el derecho del mundo -en función de los resultados que obtuvo- a ver delante suyo un horizonte de promesas incalculables, sino el desconcierto de lo que fue la Nueva Mayoría, que sigue todavía sin encontrar las razones que precipitaron su prematuro desgaste y enseguida su fracaso político rotundo. Hasta el momento, la única divisa que manejan los sobrevivientes de esa coalición es el llamado a cerrar filas para defender las reformas y las conquistas de Bachelet, que es curiosamente justo lo que el país rechazó en noviembre y diciembre pasado. Va a ser difícil que el bloque logre ir más allá de eso, porque supondría poner en remojo la tesis según la cual el país abandonó a Piñera I y eligió a Bachelet II porque existía un tal nivel de descontento y bronca en la sociedad chilena que hacía de cada ciudadano un cautivo, de cada trabajador un explotado y de cada experiencia de la vida -ir al trabajo, entrar a un mall, mandar a los hijos al colegio- una humillación infame.

Inventos. Como el país no estaba en esas ni mucho menos, qué duda cabe que el diagnóstico estaba errado. A pesar del himno nacional, Chile nunca ha sido ni llegará a ser la copia feliz del Edén, pero como sea el país estaba completando algunas de las mejores décadas de su historia. Ciertamente había problemas -algunos muy graves y muy serios- de los cuales la institucionalidad política se había desentendido. La solución, sin embargo, no iba por el lado de la regresión, sino por meter bisturí donde realmente se necesitaba: mejorar las correas transportadoras de la movilidad, intensificar la competencia donde no la había, poner el Estado donde mejorara la calidad de vida de la gente, en fin, mejorar los niveles de protección social de los grupos más vulnerables.

Eso -no otra cosa- es básicamente lo que el país está esperando ahora. Y crecimiento, desde luego, tras haber quedado establecido que al deprimente ritmo al que el país entró en estos años no había perspectiva alguna de futuro.

Como la política se volvió más importante de lo que nunca ha sido en las últimas décadas, el gobierno de Piñera tendrá que andarse con cautela. Su desafío ya no consiste, como en el primer gobierno, en demostrar que la derecha no tiene problemas en responder a las exigencias de la política democrática. Ahora tendrá que probar que en el capitalismo hay también un amplio espacio para la justicia social y para el rescate efectivo de los sectores rezagados.

El nombramiento de Alfredo Moreno en la cartera de Desarrollo Social va en esa dirección y revela que por lo menos Piñera tiene claridad sobre el reto que está llamado a cumplir.

Por lo mismo, este no debiera ser un gobierno más de derecha. La derecha, que hoy día es mucho menos monolítica que en cualquier momento de los últimos 30 años, tendrá que entender que no es este el momento ni la ortodoxia económica liberal ni tampoco el del populismo de corte patronal. El gobierno de Piñera habrá de jugarse mucho más en los matices que en las definiciones rotundas. Y tendrá que hacerlo rápido, porque ni la ciudadanía está con mucha paciencia en estos días ni la gente tiene gran lealtad por el voto que le entregó ayer y que podría quitarle mañana. 

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