Desde hace rato se nos advierte de la existencia de un cambio cultural en curso pero no tanto de su rapidez e intensidad. Al menos, en lo que a crítica al patriarcado se refiere, las cosas parecen ir muy rápido por efecto de unas redes que le entregan, además, una gran amplificación global.

Es en ese marco que se sitúa la convocatoria feminista a paralizar el mundo con motivo de la conmemoración del Día Internacional de la Mujer. Una fecha que venía ahogándose entre ramos de flores y palmaditas en la espalda experimenta nuevos bríos. Hoy, 8 de marzo, los sistemas económicos de más 150 países verán si es posible emular el ejemplo de aquel día de 1975 en que las islandesas se fueron a la huelga.

Las expectativas que genera se ven antecedidas por hechos recientes tales como las denuncias del acoso sexual y del abuso enquistado en el seno de Hollywood, dando nacimiento al movimiento #Metoo, así como la respuesta a éste de un grupo de intelectuales francesas encabezadas por Catherine Deneuve. Ello generó un acalorado debate sobre las fronteras entre la libertad de importunar y el derecho a no ser molestado. Súmese el efecto del anuncio de Islandia de tomarse en serio la brecha salarial, declarándola ilegal a partir del pasado 1 de Enero. Antes tuvo lugar la Marcha de las Mujeres en Estados Unidos, replicada en otros lugares del planeta, para decirle a Donald Trump que no se aceptaría su agenda ultraconservadora y atentatoria contra los derechos de las mujeres y, en general, contra los derechos civiles. Más atrás, no hay que desestimar la desazón frente a los impactos de la crisis financiera internacional en 2008 , y cuyos recortes fiscales se cebaron en áreas de conquistas femeninas en un Estado de Bienestar que se creía inmune a retrocesos.

El hartazgo que subyace a la negación femenina de limpiar los baños por un día, como señal de que la esfera productiva cojea sin la reproductiva, es visto como el renacer de un feminismo de "cuarta ola". Pero anuncia también una polarización creciente, abandonando la pluralidad que fue base para su fortaleza. La convergencia entre las distintas vertientes de un feminismo que huía de reduccionismos se ve reemplazado por la distancia entre uno postmoderno, tildado por algunos de "populista" y excluyente, que acentúa las diferencias como motor de la identidad frente a otro de corte liberal que, como señala Aurora Nacarino-Bravo, postula la ciudadanía y los valores universalistas ligados a la Ilustración como base para una identidad común. Supone un retorno a los orígenes del feminismo y no teme el desafío a la "corrección política". Habrá que prestar atención a lo que circula por estos cauces. Por ellos podría redefinirse el feminismo del siglo XXI.