Individuos y moldes

Gente caminando ciudad peatones
Peatones en Santiago. Foto: Andrés Pérez


No cabe ninguna duda de que nuestro mundo ha cambiado drásticamente en el último siglo. El desarrollo tecnológico, las olas migratorias, los avances económicos y la globalización son solo algunos de los factores que han incidido en la manera en que nuestras estructuras sociales y modos de pensar se han modificado.

En términos amplios, uno de los cambios más significativos ha sido la exacerbación de conceptos como la competencia, el mérito y la igualdad de oportunidades. Se piensa que éstos han sido fundamentales para que las personas "saquen lo mejor de ellas", promoviendo una cultura que incentiva la responsabilidad individual y que sostiene que el desarrollo pasa –en gran parte– por el "valérselas por sí mismo", no existiendo límite para las capacidades propias. Así, este modo de pensar cree que todo depende del individuo y que, como nada está dicho, todo puede ser. Lo anterior trae como consecuencia que esta sociedad puede incentivar un modo de ver al otro con ojo de competencia antes que como elemento esencial para el desarrollo recíproco.

Con todo, esta nueva sociedad, que llamaremos Sociedad del individuo, vino a reemplazar a otra que nombraremos la Sociedad de los moldes. En esta última, a diferencia de la anterior, la competencia y el mérito jugaban un rol menor, opaco. Pocas expectativas pesaban sobre cada individuo, pues muy pocos podían romper con el molde que les tocó: se nacía y moría de un mismo modo. En ese esquema, la autoridad, principalmente los padres, jugaban un rol superior a la competencia o al mérito, pues aquellos podían ser muy influyentes en el destino personal, mucho más que hoy. Ahora bien, ¿qué implica esto en nuestra realidad?

Lo que en esta última década nos ha demostrado la política es que la realidad corre más rápido de lo que somos capaces de percibir. Nuestra limitación humana requiere de mayor tiempo para masticar y digerir los procesos que la sociedad va generando. Por ejemplo, pocos fueron capaces de comprender que detrás de las marchas estudiantiles había una discusión sobre lo justo o injusto del modelo y no sobre sus resultados; por otra parte, aún no somos capaces de explicar por qué habría un malestar con "el modelo" al mismo tiempo que disfrutamos –y mal usamos – de los malls; o todavía no percibimos que la principal disputa política de los próximos años será definir la identidad ideológica del centro –¿será progresista o social?–. En tal sentido, la alta desaprobación que pesa sobre los políticos pareciera responder a su grave incomprensión de la realidad: ¿son ellos capaces de entender al hombre y mujer de la Sociedad del individuo que avanza más rápido que ellos?

Pareciera que no y, por lo mismo, la renovación de la política no puede ser un mero capricho publicitario. La juventud no constituye valor en sí misma sino en la medida de que es capaz de enfrentar los cambios que ella misma impulsa. La necesidad de nuevas caras en la política no solo responde a sacar a los apernados, sino que también a darle salida institucional a un desajuste entre gobernantes y gobernados. ¿Qué respuesta puede dar la política a una nueva generación que no dura más de dos años en un trabajo y que prefiere surfear en Matanzas o viajar por el Sudeste Asiático después de estudiar inglés en Australia? La verdad es que cuesta creer que gran parte de nuestros políticos logren responder a un modo de vida que es fruto de una sociedad distinta y de la cual poco comprenden. La nueva generación de jóvenes es hija de la Sociedad del individuo y se siente muy lejana de la Sociedad de los moldes, y en eso, solo los más jóvenes tienen algo contundente que decir.

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