La educación o la vida

23 de febrero del 2021/SANTIAGO El Presidente de la República, Sebastián Piñera, junto los Ministros de Educación, Raúl Figueroa y de Salud Enrique Paris, realiza un punto de prensa en el patio de Los Cañones del Palacio de La Moneda, tras encabezar una reunión de trabajo con consejo asesor ampliado, “Paso a paso, Abramos las escuelas” por inicio de año escolar. FOTO: SEBASTIAN BELTRAN GAETE/AGENCIAUNO

Las condiciones que pretendió imponer el Colegio de Profesores para pensar en una vuelta pasaban no por una ponderación sobria de riesgos, sino por una utopía de riesgo cero: solo se podría volver a clases con comunidad educativa vacunada, Fase 4, transporte alternativo. Tales condiciones no solo son políticamente imposibles, sino que reflejan una mentalidad de salud total que carece de todo sentido.



Una misma melodía nos ha acompañado, aunque con ciertas variaciones, a lo largo del último año. La economía o la vida, así sonaba al comienzo de la pandemia. Había que salvar la vida, pasara lo que pasara con la economía. Desde luego era un modo disparatado de plantear las cosas. Pocos días después, en efecto, ya se recordaba el sencillo hecho de que el hambre también mata. Ahora último hemos recordado, además, otra de las gracias de intentar salvar la economía: que un país pueda comprar vacunas. La economía es una parte de la vida, tan necesaria como la salud para la continuidad de ésta. Que la actividad económica no podía continuar en pandemia tal como antes estaba claro; que hubiera que elegir entre ella y la vida era una insensatez.

En fases posteriores –y bien golpeada ya la economía–, la misma cantinela comenzó a sonar por Fiestas Patrias. Si uno se hubiera sentado a escuchar a nuestros epidemiólogos de matinal y redes sociales, podría haber imaginado que cabía suspender toda celebración de las fiestas. Este año había que salvar vidas, el próximo podríamos celebrar. Ya no era la economía o la vida, sino la fiesta o la vida. De una forma u otra, esto es lo que se escucharía también ante Navidad y las vacaciones. Pero Chile celebró y descansó. En proporciones distintas de las usuales, sin duda, pero lo hizo. Parece una trivialidad, pero algo revela respecto de las cosas que valoramos: en medio del sufrimiento y la muerte, y de las emociones que la pandemia trae consigo, reconocemos que no todo es salud física.

Estos otros son bienes parciales, desde luego, y tienen que ser puestos en la balanza junto con los riesgos que se corre al trabajar y celebrar. Pero como escribía Aristóteles (en el tal vez más importante capítulo de su Política ), la vida en comunidad gira no solo en torno a nuestras necesidades, sino en torno a la amistad, los matrimonios, “y las diversiones de la vida en común”. Tarde o temprano vuelve a ser evidente que los seres humanos no vivimos solo para evitar la muerte. “Salvar vidas” es una meta noble y necesaria, pero ninguna comunidad es capaz de orientarse en el largo plazo solo por una meta como ésa.

Y sin embargo, llegamos a marzo con una nueva versión de este dilema: la educación o la vida. Tal vez no haya que sorprenderse. Ocurre que la salud se ha vuelto hace ya un buen tiempo el bien en torno al que hacemos girar todo. Tal vez sea, como algunos sugieren, que la ausencia de fe en otra vida vuelva más obsesiva y desequilibrada nuestra preocupación por el presente. Es posible. Pero al margen de cuál sea la causa, salta a la vista el hecho: se ha vuelto opinión dominante que no hay nada más importante que la salud, y todos los consejeros de la actualidad –desde la educación a la publicidad– nos orientan de modo masivo hacia los productos, tratamientos y estilos de vida que nos garantizan conseguirla y preservarla.

De aquí salen, casi sobra decirlo, tanto bienes como males. Después de todo, también es sabiduría antigua que hay una correlación entre la mente sana y el cuerpo sano. Pero todo cambia cuando se toma la salud física como sumo bien. Al mismo tiempo que nos volvemos implacables con quien ensucia el aire por el placer de fumar, seguiremos respirando aire contaminado si ese es el precio por andar en auto. Somos incapaces de proveer de salud básica al grueso de nuestra población, pero la ilusión de la salud total determina una buena parte de nuestra mentalidad. Transformada en nuestro summum bonum, no es raro que la salud se vuelva el lugar de nuestras obsesiones, el criterio por el que fijamos los límites de lo tolerable, y también el lugar de cierta hipocresía (en estos tres sentidos, al menos, opera como una religión).

Al margen de otras consideraciones políticas, es evidente que esta mentalidad es uno de los factores tras nuestra discusión sobre la vuelta a clases. Las condiciones que pretendió imponer el Colegio de Profesores para pensar en una vuelta pasaban no por una ponderación sobria de riesgos, sino por una utopía de riesgo cero: solo se podría volver a clases con comunidad educativa vacunada, Fase 4, transporte alternativo. Tales condiciones no solo son políticamente imposibles, sino que reflejan una mentalidad de salud total que carece de todo sentido. Y, sin embargo, se repiten las disyuntivas de todo el año. ¿No vale la vida de su hijo más que un mes de educación? Claro, cualquiera coincidirá en que por salvar la vida se puede aplazar un mes las tablas de multiplicación. Pero se ignora, al plantear las cosas así, lo frágil que es también este aspecto de la dinámica social, lo decisivo que puede ser un mes para fenómenos como la deserción escolar.

Poner el bien de la salud en perspectiva adecuada pasa por tomar alguna distancia respecto de esta mentalidad. Pero es difícil dar con las palabras adecuadas para hacerlo, y más aún en pandemia. Ese espacio de resistencia parece, en efecto, ocupado por las denuncias libertarias contra una “dictadura sanitaria”, denuncias que representan la hipertrofia de otra dimensión de la vida. Pero vale la pena notar que las alternativas no se agotan ahí. No es un derecho a hacer lo que me dé la gana lo que debe ser puesto en la balanza junto a las consideraciones sanitarias, sino la preservación de nuestra vida en común en sus múltiples dimensiones. Tal mirada es compatible, claro está, con imponer a veces duras restricciones sanitarias. Pero no es compatible con creer que las discusiones se acaban cuando alguien juega la carta “vida” o “salud”.

Y la cuestión importa más allá de la pandemia. A fin de cuentas, un rasgo recurrente de nuestra situación actual es la incapacidad para sostener una misma preocupación por un lapso extendido. Los que un año ponían el grito en el cielo porque las exigencias de la universidad atentan contra la salud mental, al año siguiente son adalides de la más absoluta cuarentena, sin consideración alguna por dicha sanidad mental. Los que un año ven en las pensiones la causa por la que nuestra República debe caer o permanecer en pie, al año siguiente promovieron el retiro del 10% como si ni siquiera estuviera ahí en juego el futuro de las pensiones. En parte, esta bipolaridad puede explicarse por la inmediatez de la discusión política; pero es evidente que una mirada unidimensional a los asuntos humanos también juega un papel. Aunque hemos tendido a olvidarlo en pandemia, la condición humana no se agota en una sola dimensión. La economía o la vida, la fiesta o la vida, la educación o la vida. No es exagerado decir que la educación consiste precisamente en librarse de esas simplonas disyuntivas. Más vale que lo tengamos presente en los decisivos meses que tenemos por delante.

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