¡Más pesebres, menos barricadas!

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"Al nacer en el pesebre, Dios mismo inicia la única revolución verdadera que da esperanza y dignidad a los desheredados: la revolución del amor. Desde el belén, Jesús proclama con manso poder, la llamada a compartir con los últimos el camino hacia un mundo más humano y fraterno, donde nadie sea excluido ni marginado" (As, 6), afirma Francisco en su reciente carta apostólica Admirable signum. A la luz de esta realidad, enseñada ahora por el actual Papa, queda de manifiesto cuánta falta hace en nuestra patria que predominen -no solo en Navidad- los pesebres por sobre las descalificaciones personales, las barricadas, las marchas, los saqueos y los incendios. Estas fechas, tan señeras en nuestra cultura, nos recuerdan con elocuencia que el amor engendra vida, paz y desarrollo humano. Y que, contrariamente, el odio produce muerte, violencia y destrucción. Cuánta necesidad existe en Chile de volver los corazones a Dios para que nos ayude a desechar el camino del encono y saña que se enseñorean de nuestras calles y plazas.

Hoy se celebra en todo el mundo cristiano el nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre, quien quiso nacer en un sencillo establo. ¿Por qué el pesebre suscita tanto asombro y conmueve? En primerísimo lugar "porque manifiesta el amor de Dios, Él, el Creador del universo, se abaja a la pequeñez humana. En Jesús, el Padre nos ha dado un hermano que viene a buscarnos cuando estamos desorientados y perdemos el rumbo; un amigo fiel que siempre está cerca de nosotros; nos ha dado a su Hijo que nos perdona y nos levanta del pecado" (As, 3). Dios se hizo hombre, para que su cercanía trajera luz donde hay oscuridad e iluminara a las personas y los pueblos cuando atraviesan las tinieblas del sufrimiento. El escenario que recrea el establo de Belén dice que "Jesús es la novedad en medio de un mundo viejo, y que ha venido a sanar y reconstruir, a devolverle a nuestra vida y al mundo su esplendor original" (As, 4). Con San Agustín, resulta necesario comprender hoy como ayer que "puesto en el pesebre, Jesús se convirtió en alimento para nosotros" (Serm. 189,4).

Desde el Nacimiento emerge claramente el mensaje de que no podemos dejarnos engañar por las riquezas ni tantas otras propuestas efímeras de felicidad, ni tampoco por ofrecimientos de plenitudes humanas o sociales que supuestamente emanarán de desatar el antagonismo de clases o la violencia nihilista.

Durante su pontificado San Juan Pablo II insistió con clarividencia que, alejado de Dios, el hombre se convierte en el peor enemigo del hombre. ¿No será exactamente eso lo que está aconteciendo en nuestras tierras?

Bajo el manto de los problemas sociales no resueltos, las falencias de la política, las limitaciones de la economía, los abusos, las inequidades y el desencanto ciudadano subyace una carencia espiritual enorme: la de un pueblo que se está olvidando de Dios.

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