Trump remece (una vez más) a Medio Oriente

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La decisión del presidente Donald Trump de mover la embajada estadounidense desde Tel Aviv a Jerusalén, anunciada el año pasado, fue una medida que remeció a todo Medio Oriente y cuyas consecuencias tendrán un prolongado impacto en la región.

Considerada una ciudad sagrada para cristianos, judíos y musulmanes, Jerusalén ha sido objeto de disputas durante siglos. Por eso, cuando Naciones Unidas puso en marcha la partición del antiguo protectorado británico de Palestina para la creación de dos estados (uno judío y otro árabe), dejó a esta ciudad bajo control internacional. Sin embargo, tras la guerra de 1948, Jerusalén quedó dividida entre Israel y Jordania; y en 1967, tras la Guerra de los Seis Días, la ciudad acabó unificada bajo control israelí. Un tema no menor para cualquier solución entre ambas partes, ya que las autoridades palestinas consideran que Jerusalén Este debe ser la capital de su futuro Estado y las de Israel la definen como su capital indivisible.

En este contexto, el traslado de la embajada era un tema aprobado por el Senado estadounidense desde 1995, pero Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama prefirieron mantener el status quo, en un intento de no generar una tensión aún mayor dentro del conflicto israelo-palestino. Sobre todo, considerando el rol de mediador que Washington había estado jugando desde septiembre de 1993, cuando Yasser Arafat y Yitzhak Rabin —en los jardines de la Casa Blanca— se dieron la mano en un gesto de histórico acercamiento.

Sin embargo, aquel proceso de paz hoy es solo un lejano recuerdo, considerando los continuos fracasos que ha tenido, así como sus frustrados intentos por reactivarlo.

Ahora, con el traslado oficial de la embajada —medida que Guatemala, Paraguay y Honduras pretenden imitar—, Trump terminó por anular a Estados Unidos como mediador imparcial entre israelíes y palestinos, declarando su abierto apoyo al gobierno del primer ministro Benjamin Netanyahu.

Además, haber elegido como fecha para su inauguración este 14 de mayo, precisamente cuando Israel celebra sus 70 años de existencia, desde la perspectiva de los palestinos es una abierta provocación, considerando que —a su vez— ellos conmemoran el 15 de mayo como el "nakba", el "desastre" de la pérdida territorial y el desplazamiento masivo de su población.

Con casi un año y medio en la Casa Blanca, Trump ya tiene acostumbrado al mundo a sus decisiones radicales e impredecibles, muchas de las cuales tienen una lógica más cercana a la política interna que al ámbito de la diplomacia internacional. Después de todo, Trump lo había prometido durante su campaña presidencial de 2016 y con esto, responde a las expectativas de sus numerosos donantes evangélicos y pro-israelíes dentro de EE.UU.

Pero lo cierto es que la inauguración de la nueva embajada quedó irremediablemente opacada por la violencia que dejó casi 60 palestinos muertos y cerca de 2.700 heridos. Una jornada que fue ampliamente condenada por varios importantes aliados de Washington, en la medida que deja en evidencia la profunda asimetría de este conflicto. Y que, de paso, representa uno de los mayores fracasos de la comunidad internacional.

Ahora, el principal temor es que esto pudiera iniciar una nueva Intifada —la tercera, después de la de 1987 y la de 2000— que genere una imparable escalada de violencia y muerte, aumentando la tensión en Medio Oriente.

Si a esto se suma el hecho de que Trump retiró a su país del acuerdo nuclear con Irán y que la guerra en Siria continúa siendo el tablero de ajedrez de las potencias regionales y mundiales, el panorama se ve sombrío, porque las confianzas quebradas serán muy difíciles de recomponer.

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