¿Un gobierno transformador?

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Bachelet es considerada como la gran perdedora de las elecciones que ganó Piñera. (Foto: AFP)


Con los rumores en torno a Punta Peuco, el casi notario Toledo, y el boceto de Constitución elaborado entre gallos y medianoche, el gobierno de Michelle Bachelet acabó con una semana para el olvido. No es extraño que se quiera pasar rápido desde el lamento por esos últimos días a un juicio más general. Así lo muestran las recurrentes descripciones de este gobierno como el más transformador desde 1990. ¿Pero es esa una evaluación plausible?

Desde luego, hay un sentido en que sí. El primer mandato de Sebastián Piñera se vio lisa y llanamente paralizado una vez que aparecieron las demandas de "la calle". Piénsese lo que se piense de ellas, está claro que Bachelet buscó darles cauce, y eso no podía sino poner en marcha significativas transformaciones. Pero los méritos de dicho análisis no se extienden mucho más allá. ¿Qué ocurre cuando se comienza a reflexionar de modo más detenido sobre los cambios que han tenido lugar (y los que no) en el país?

En primer lugar, están las significativas dimensiones en que el mentado cambio ni existió ni se intentó. Ampliamos el número de parlamentarios, pero su dieta seguirá haciéndolos vivir en un país paralelo. En el emblemático punto de la educación escolar hubo mucha preocupación por los patines de los subvencionados, pero no se tocó a los particulares pagados. De transformación de la élite, en otras palabras, no hubo un solo atisbo. Casi no hay área en la que no haya este choque entre pretensión y realidad.

También están los muchos cambios que sí tuvieron lugar, pero cuya evaluación requerirá de considerable tiempo. ¿Cómo es, entonces, que algunos creen poder darlo todo por evaluado? La razón es simple: imaginan que la transformación profunda es un testimonio de que se ha seguido un clamor del conjunto de Chile. Pero en ninguna sociedad compleja existe tal anhelo unificado de los ciudadanos.

Gobernar, en efecto, es optar por ciertas transformaciones en lugar de otras. El gobierno revistió cada una de sus grandes medidas de una grandilocuencia que le ahorraba defender esa especificidad. Al evaluarlo, tendrá que ser desvestido de dicha retórica. Baste aquí con pensar en lo ocurrido con educación superior: precisamente aquellas universidades privadas que muchos considerarían afines al gobierno han visto su investigación ahogada por las políticas de gratuidad. Ante tales inquietudes, la grandilocuencia transmuta en silencio.

En tercer lugar, están los cambios que, o por su naturaleza misma o desde su primera implementación, llevaron al gobierno a socavar sus propias fuentes de legitimidad. Bachelet fue catapultada al poder en medio de una legítima crítica al individualismo. Pero políticas como las relativas al aborto simplemente han reforzado las lógicas que el discurso altisonante pretendía superar.

Es cierto que en unos días ya no hablaremos del fiscal Toledo. Pero no será porque el recuerdo de cambios profundos, específicos y justificados vayan en su reemplazo. La política moderna se entiende a sí misma como esencialmente transformadora, y muchas veces se trata de una pretensión necesaria. Pero por la manera en que nos seduce, precisamente, debemos manejar con cuidado ese lenguaje.

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