Vientos nórdicos

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Rara vez ocurre: coinciden en la cartelera dos películas finlandesas de muy distinta naturaleza y que parecieran haber sido filmadas en dos galaxias distintas. La primera, solo porque aquí se estrenó antes, es Dos noches hasta mañana, de Mikko Kuparinen, y es una realización atendible que puede parecerse a muchas otras películas europeas. La segunda entró a la cartelera esta semana y es de una singularidad extrema: se trata de El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismäki, cuyas películas han configurado desde los años 80 hasta hoy un mundo aparte, alumbrado básicamente por la sensibilidad de su autor.

Los ejes de Dos noches hasta mañana están en el encuentro fortuito de una pareja en el restaurant de un hotel en Vilmos, Lituania. Ella es una arquitecta francesa, una mujer exitosa y madura que está viviendo un momento difícil en la relación sentimental con su novia en París. El es un DJ finlandés, un poco más joven y que ha ido a esa ciudad en el marco de las giras que realiza para ganarse la vida; fue abandonado por su mujer y tiene una hija. Son dos personajes heridos y que están en fases decisivas de la vida. Eso no explica que se relacionen pero sí que se establezca entre ambos una corriente de atracción que hará de las dos noches que tienen que compartir, por razones asociadas a la suspensión del tráfico aéreo, una experiencia que debiera cambiarlos para siempre. Lo mejor de esta realización deliberadamente intimista está quizás en la mirada púdica a los dos personajes que, superadas las instancias iniciales de la seducción, se cuidan mucho y tratan de no exponer su intimidad. Lo peor es que no estén muy desarrollados. Faltan datos para entender la fuga a la heterosexualidad de ella. Y es difícil comprarse un personaje tan perfecto como el de él, guapo, cool, modernillo y absolutamente reconciliado con su lado afectivo. Sin duda que la película interesa, porque está bien hecha. Pero es verdad que en definitiva se disuelve un poco, porque resiste más cuando la estamos viendo que cuando después nos preguntamos qué fue lo que vimos.

La cinta de Kaurismäki es desde luego mucho más atrevida. Es el trabajo de un cineasta fogueado al que la edad (60) no le ha pasado en vano, un inconformista desde siempre, inclasificable y un poco gruñón en su rechazo visceral al establishment, al realismo convencional del cine europeo y americano, a los maquillajes de la estética, al efectismo fotográfico y a la trampa de los discursos bienpensantes. Kaurismäki, que tiene debilidad por los trabajadores, los marginados, los raros, ha levantado una filmografía que es hermosa y coherente, un poco anacrónica, cero glamorosa y tocada por un cierto candor que en definitiva remite a lo que el mundo podría ser si la gente fuera algo más noble, las instituciones algo más acogedoras y las relaciones humanas algo menos empaquetadas. El otro lado de la esperanza cuenta una historia de inmigrantes desdichados y de personajes con vocación de perdedores que encuentran modos de complementarse y sobrevivir, a lo mejor no en un paraíso pero sí en una vida decente y armoniosa. En una vida humana. La película, que tiene humor -porque es medio absurda, medio inverosímil y apela, tal como en Buster Keaton o en Bresson, a una ingenuidad básica que posiblemente como espectadores ya hemos perdido- propone una experiencia que es una rareza: sacarnos de las mentiras y certezas consabidas para sumergirnos en una ficción que nos enfrenta sin sentimentalismos a lo que somos y -reconozcámoslo- también a lo que en algún momento dejamos de ser.

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