¿Y si sorteamos el Senado?

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Domingo, 10 de la noche. Frente a un país expectante, la televisión transmite en vivo un sorteo en que participan con sus números de RUT todos los chilenos mayores de 18 años. Pero el premio a repartir no es un pozo millonario, sino 43 cupos en el Senado de la República. ¿Un absurdo? No, según un provocador libro del historiador holandés David van Reybrouck, Contra las Elecciones. Y, yendo un poco más atrás en el tiempo, según Aristóteles y Montesquieu.

Hoy, elecciones y democracia parecen sinónimos, pero para los inventores del «gobierno del pueblo» eran, más bien, antónimos. «La designación de los magistrados por sorteo es democrática, y su elección es oligárquica», decía Aristóteles.

La democracia ateniense combinaba la democracia directa (en la Ekklesia, abierta a todos los ciudadanos, lo que, por cierto, excluía a esclavos y mujeres) con cerca de 100 magistrados electos, y con un Consejo de los 500, una corte y cerca de 600 oficiales, todos ellos designados al azar. En 1748, en su Espíritu de las Leyes, Montesquieu repitió el concepto de Aristóteles: «El sufragio por sorteo está en la naturaleza de la democracia; el sufragio por elección está en la naturaleza de la aristocracia». Tanto él como Rousseau proponían un sistema mixto, que entregara legitimidad por medio del sorteo, y eficiencia mediante la elección de los más capaces en cargos de especial responsabilidad. ¿Cómo actúan hoy nuestros parlamentarios? ¿Como delegados de la soberanía popular o como miembros de un exclusivo club que les confiere estatus y privilegios, y exige reverencia del resto de los ciudadanos? En palabras de Aristóteles, ¿como productos de la democracia o de la oligarquía?

Esta semana, el torpe episodio de la corbata nos mostró, más bien, lo segundo. Y esa anécdota se suma a hechos harto más graves, como la legislación a la carta de intereses económicos en la Ley de Pesca y el royalty minero; la cerrada defensa del club del Congreso frente a las investigaciones por platas políticas; o su persistencia en mantener privilegios como la dieta parlamentaria más alta de la Ocde.

Parece inevitable que las elecciones (esos «concursos de belleza para gente fea», como los llamó Michael Hardt) lleven a una sobrerrepresentación de las élites: los más educados, los con más dinero y más contactos copan los puestos de liderazgo y actúan como un club de intereses más que como depositarios de la voluntad popular.

Imaginemos cómo contrastaría un Senado seleccionado por sorteo con el actual. En vez de nueve mujeres como hoy, tendría 22. En vez de dos miembros de pueblos originarios, tendría seis. Veintiséis vendrían de regiones. Y en vez de un Senado de profesionales, tendríamos uno en que solo 13 de los 43 tendrían estudios superiores. Este último dato nos pone nerviosos, pero ¿por qué? ¿No es arbitrario dar por sentado que el derecho a elegir debe ser para todos por igual, pero el derecho a ser elegido debe ser restringido a una élite ilustrada? Al ser menos preparados académicamente, ¿legislarían peor? Es un debate abierto. Todo el dinero que hoy se gasta en dietas excesivas y ejércitos de operadores políticos podría destinarse a asesores altamente calificados para estos senadores-ciudadanos. Y la experiencia internacional es alentadora.

Porque la idea de sortear un cuerpo legislativo puede parecer extrema, pero no es inédita. La Convención Constituyente de Irlanda (2013), el Foro Ciudadano de Holanda (2006) y las asambleas ciudadanas de Columbia Británica (2004) y Ontario (2006), ambas en Canadá, son ejemplos contemporáneos de cámaras sorteadas para analizar reformas electorales y constitucionales.

En el caso de Irlanda, los ciudadanos seleccionados al azar acordaron reformar la Constitución para permitir el matrimonio igualitario, una idea que había sido bloqueada por la clase política, presionada por la Iglesia Católica. La propuesta fue ratificada en un plebiscito. Y esto es lo más atractivo del sorteo: que una asamblea de ciudadanos, combinada con cierta democracia directa, puede llevar aire fresco a los claustrofóbicos pasillos en que se mueve el poder, condicionado por los vínculos de amistad, solidaridad, parentesco y favores entre sus miembros.

Por lo demás, un Senado sorteado junto a una Cámara de Diputados elegida, donde se mantuviera el juego de los partidos de gobierno y oposición, serviría como un experimento natural para evaluar ambos sistemas. Al menos hay algo seguro: en un Senado sorteado, no tendríamos ningún senador que haya llegado allí haciendo trampa con dineros truchos obtenidos mediante promesas inconfesables a algún grupo de interés. «Un principio de libertad es que todos dirijamos y seamos dirigidos, por turnos», decía Aristóteles. Parece de toda lógica, ¿no?

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