Breve historia de la agenda valórica

Cada vez que escucho o leo la expresión "agenda valórica" referida a temas como el feminismo, la diversidad sexual, la identidad de género y los derechos reproductivos, recuerdo los años 90, cuando fueron encendidas todas las balizas de la crisis moral. Treinta años más tarde vinimos a enterarnos cómo funcionaban aquellos anchos espacios despojados del rigor ético que se les exigía a los ciudadanos comunes y corrientes.



¿De qué color es una agenda valórica? ¿Qué la diferencia de otras? Tal vez se distingue por el color o el tamaño o las líneas en donde se debe ajustar la caligrafía. ¿Qué es lo que específicamente la hace distinta de otras agendas? Me refiero a la diferencia exacta que explique su nombre, su relevancia y la seriedad con la que se invoca cada tanto. Lo que le da sentido al modo en que algunos la nombran, como si se tratara de un cajón de dinamita al que hay que acercarse en puntillas, no vaya a ser cosa que explote. "La agenda valórica", dicen con el gesto de quien maneja un secreto atroz que nos van a ir revelando de a poquito.

Tal vez todo el susto lo concentre la palabra "valórico", que más que un adjetivo, es una evocación numinosa. Un eco solemne que sitúa a esa agenda en particular en el ámbito de lo ético, lo relativo a la moral, un campo amplio que en algún momento en Chile fue parcelado hasta lograr el absurdo de identificar lo ético en política solo con las regulaciones que involucraran la autonomía de los ciudadanos, su vida privada, su sexualidad y su cuerpo. Está noción de "lo valórico" surgió durante los años 90 como respuesta a la invención de un peligro público nuevo y acechante: La "crisis moral". Una criatura peligrosa bautizada por el episcopado, que fue concebida para frenar cualquier posibilidad de que la democracia chilena fuera a acabar en un destape a la española. En adelante la idea cobró vida propia en discursos de autoridades religiosas, políticas y policiales y fue consagrada con gusto por el periodismo, que se alarmaba de modo intermitente por fenómenos tan disímiles como las fiestas spandex, la repartición de condones en los bares y la posibilidad de que una mujer sin corpiño apareciera en televisión.

La tensión entre la crisis moral y la agenda valórica era una costura tirante que se ajustaba a ciertas zonas del cuerpo, como un cinturón de castidad colectivo, diseñado en Punta de Tralca, ejecutado por parlamentarios y ministros y difundido por los medios.

La agenda valórica sería un artefacto multiuso, que en ocasiones era usado como un Index de temas prohibidos, en otras como un cuaderno de reclamos y en ciertas oportunidades como una lista de asuntos pendientes. También asumió el rol de cajón de sastre en donde se custodiaban, además de normativas sobre el sexo, distintas fobias de regusto medieval. Fue gracias a ella que se levantaron periódicamente y por razones insólitas, alertas varias sobre amenazas latentes. Hubo, por ejemplo, varias olas de satanismo juvenil, cultos demoníacos surgidos por la exposición a cierta música o determinados bailes. Fueron, además, años bajo el terror persistente de que alguien fuera a pronunciar la palabra "condón" en la tele sin la supervisión de un sacerdote en el panel. Cualquier evento abría una puerta al caos: una performance en el Bellas Artes, un personaje raro de teleserie, la visita de Tunick, La última tentación de Cristo o la "píldora del día después".

La ética y la moral fueron arrinconadas por la política y los medios de comunicación a un ámbito estrecho, en un afán irreflexivo absurdo capturado por una mojigatería cómoda y simplona. La idea de "agenda valórica", naturalmente, no contenía ni las desigualdades sociales escandalosas aceptadas como naturales, ni la probidad pública, ni mucho menos la privada. Allí no habitaban los valores, sino la costumbre o la lástima. Los flujos irregulares de dinero, en tanto, eran un asunto de física y química que ayudaban a sostener un sistema en donde aparentemente no existía ni corrupción, ni cohecho, ni robos. Vivíamos en el país de nunca jamás en donde ciertas empresas y muchos partidos políticos se fundían en un abrazo tan fraterno como impune.

La ética estaba en otra parte y consistía en otra cosa: en una libretita de regaños manejada por chaperones en donde los derechos humanos se disfrazaban de favores que se concedían cada tanto, como pequeñas regalías que se hacen a un hijo adolescente con mal comportamiento.

Cada vez que escucho o leo la expresión "agenda valórica" referida a temas como el feminismo, la diversidad sexual, la identidad de género y los derechos reproductivos, recuerdo los años 90, cuando fueron encendidas todas las balizas de la crisis moral. Treinta años más tarde vinimos a enterarnos cómo funcionaban aquellos anchos espacios despojados del rigor ético que se les exigía a los ciudadanos comunes y corrientes; el modo en que los chaperones de la moral financiaban sus carreras políticas; la forma en que los inspectores de la sexualidad ajena satisfacían su propio deseo violentando conciencias y voluntades. Han pasado tres décadas y seguimos usando el mismo vocabulario tramposo y vacío para hablar de derechos y libertades, como si nada hubiera pasado, como si no supiéramos todo lo que a fin de cuentas han tenido que confesarnos.

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