Columna de Héctor Soto: ¿Algo que nos una?

Es innegable: el sentido de comunidad está en crisis. Parte de esta realidad se reconoce en fenómenos como la pérdida de prestigio de nuestras instituciones, como el abstencionismo electoral, como la pérdida de influencia de la Iglesia, como el mal momento que están pasando los partidos políticos.



A pesar de la Teletón, que todos los años vuelve a conectarnos con lo mejor de nosotros, la del título no es la pregunta de la semana y quizás ni siquiera del mes. Sin embargo, son muchas las veces en las cuales es inevitable preguntarnos qué diablos queremos tener en común los chilenos. Sí, porque mal que mal compartimos muchas cosas: tenemos una historia común, un paisaje, una bandera, maneras de hablar que nos delatan, costumbres muy nuestras. Pero, como nos hemos ido volviendo cada vez más autónomos e individualistas, sabemos también que todo eso, en mayor o menor medida, está en riesgo. En riesgo no de desaparecer a mediano plazo, desde luego, pero sí de irse debilitando hasta el modo en que algún momento tengamos que decir que, en realidad, pesará mucho más lo que nos diferencia, lo que nos separa, que lo que compartimos o nos une.

Es innegable: el sentido de comunidad está en crisis. Parte de esta realidad se reconoce en fenómenos como la pérdida de prestigio de nuestras instituciones, como el abstencionismo electoral, como la pérdida de influencia de la Iglesia, como el mal momento que están pasando los partidos políticos. Hoy día la UDI tiene elecciones y al margen de quién sea la triunfadora o el triunfador, su victoria va a quedar ensombrecida por las cifras de participación. Por alta que sea la convocatoria del proceso electoral, mucho mayor será la cifra de los 60 mil militantes que el partido tuvo, que no se reficharon y que quedaron suspendidos. Nadie duda que ese padrón seguramente estaba inflado. No obstante eso, es cierto que a los partidos les está costando cada vez más reclutar adeptos, porque, incluso entre quienes son afines a las sensibilidades que representan, la gente prefiera mantener su autonomía, sus manos libres y su margen de acción para pensar y decidir como quiera. Es bastante más fácil ser simpatizante que ser militante, porque la militancia entraña un compromiso de mediano plazo, una cierta disciplina, un vínculo que, junto con dar derechos, también impone deberes.

Si los movimientos sociales se han desarrollado más que los partidos en los últimos años es porque son más livianos en sus orgánicas, menos ambiciosos en sus propósitos -no intentan, como los partidos, tener respuesta para todos y cada uno de los problemas de la sociedad- y porque apelan, más que a cosmovisiones de pensamiento, a emociones y causas que la gente siente más próximas: la defensa de la naturaleza, el feminismo, las minorías sexuales, el ambientalismo urbano, las energías no convencionales, las ciclovías, la comida natural y sin químicos. Sin duda que los movimientos sociales enganchan a la gente. El problema es que establecen compromisos con la ciudadanía que son más fugaces o erráticos y que, por su propia lógica, apelan mucho más a las agendas que dividen que a las agendas que unen. En cierto sentido, los movimientos sociales son más una expresión del triunfo del individualismo que de su derrota, por mucho que en el imaginario de cada activista social esté la idea de encontrar en algún momento un paraguas común que los cobije a todos y que los armonice en un programa general, dado que muchos movimientos buscan objetivos contradictorios. Esta ha sido, por lo demás, la apuesta política de la izquierda en los últimos años: salirse un poco de los partidos y refugiarse en los movimientos sociales. Está claro, en todo caso, que el paraguas común sigue siendo el Santo Grial del activismo social y que el líder llamado a movilizar todos esos movimientos sigue sin aparecer. Ni en Chile ni en el mundo. Así y todo, la bendita confianza en el que habrá de venir no cede.

La pregunta sobre el qué nos interesa mantener en común no es tan bizantina como parece. Vaya que tiene consecuencias prácticas cuando se discute una ley de presupuestos -lo que acaba de ocurrir-, cuando se negocia un reajuste de remuneraciones para los empleados del Estado -cosa que este año no fue el parto de los montes que suele ser- y cuando se analiza una situación como la de Valparaíso, la ciudad que acaba de ser secuestrada por los empleados marítimos temporales. Estos trabajadores, para mejorar sus condiciones de trabajo, no encontraron nada mejor que bloquear las instalaciones portuarias con costos incalculables para los cruceros y el turismo, para el transporte, para las importaciones y exportaciones del país y, en fin, para la imagen de una ciudad que es dueña de un pasado que nos parece cada vez más portentoso, de un presente problemático y de un futuro cada vez más incierto. Es de no creer lo que estuvo ocurriendo. Entre los reclamos de los huelguistas figuraba el declinante volumen de carga que está moviendo Valparaíso, y a los dirigentes en ningún momento se les pasó por la mente pensar que ese efecto estaba asociado a que este puerto, por angas o por mangas, se está exponiendo cada vez con mayor frecuencia a bloqueos así.

¿Qué idea de comunidad, de proyecto colectivo, de ciudad, de sociedad, puede haber cuando para el logro de fines que son atendibles -nadie lo discute- se acude a medios que simplemente son desproporcionados, irresponsables o inmorales? Hay una infinidad de precedentes, desde luego no todas imputables a huelgas y conflictos laborales, por mucho que estas prácticas se hayan hecho habituales en el Chile actual. En otros frentes también opera lo mismo, porque el gen ventajero o depredador pareciera estar en la naturaleza humana: la ventaja sectorial de algunos, unos pocos, a costa del bienestar de todos. En los años 60, a pesar de las narrativas colectivas entonces en circulación, el Presidente Frei Montalva prevenía a Chile a tener cuidado, porque avanzaba -según él- a pasos agigantados a transformarse en una sociedad de estructura feudal, con poco piso y poco cielo en común. Cada feudo, cada tribu, cada facción, a juicio suyo, intentaba capturar el Estado y arreglarse los bigotes a como diera lugar. ¿Diría algo muy distinto del Chile de hoy?

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