De Michelle Bachelet pueden decirse muchas cosas. Que terminó su primera administración con el doble de popularidad que ahora. Que en su segunda administración gobernó mucho más desde la convicción que desde el rating. Que ejerció un liderazgo carismático fulminante, que nace el día en que se sube a un tanque y muere con Caval. Que las dos veces que gobernó le entregó la banda presidencial a Sebastián Piñera. Que con ella terminó la Concertación, que no había fundado, y terminó también la Nueva Mayoría, que sí era obra enteramente suya. Que la primera vez entregó un país básicamente igual al que recibió y que, en cambio, ahora está entregando un país distinto, especialmente en el orden cultural -mucho más liberalizado en temas de género, de inclusión, de igualdad, de aborto-, aunque también mucho más deprimido en las dinámicas de su economía.

Probablemente hay muchas otras variables que decidirán el lugar que ella ocupe en la historia. El tema, por cierto, que le interesa, y mucho, y esa es la razón por la cual en La Moneda desde hace por lo menos un año la gran preocupación es el legado. El único momento en que dejó de serlo fueron las semanas que mediaron entre la primera y la segunda vuelta de la elección presidencial, cuando los estrategas de Palacio y la Nueva Mayoría se ilusionaron con la idea de que el 55% de quienes no habían votado por Piñera pudieran darle en diciembre la victoria a Alejandro Guillier, el candidato de la continuidad. Cuando un presidente le entrega el mando a un sucesor de su misma coalición, la proyección -que es lo que importa en política- está asegurada de antemano y nadie tiene necesidad de andar quebrándose la cabeza con identificar su legado. Hay que decir las cosas como son: como empaquetado político, el legado no es mucho más que un consuelo de perdedores que un diálogo sincero con la Historia.

Hay que reconocerle, en todo caso, a Michelle Bachelet haber logrado salvar no en una, sino en dos oportunidades, a la centroizquierda de su naufragio. Ahora quizás se ve con mayor claridad que cuando triunfó, el año 2006, le dio a la Concertación un trofeo de sobrevivencia que difícilmente otra figura política le hubiera podido dar a ese conglomerado. La Concertación ya estaba muy fatigada y debilitada por entonces y lo que hizo Bachelet fue postergar su acta de defunción. Así, por lo demás, tiene que haberlo sentido ella cuando dejó La Moneda el año 2010 y desde Nueva York debe haberlo visto con mayor nitidez incluso. Eso explica que haya discurrido desde allá las bases de lo que fue después la Nueva Mayoría y la forma en que planificó al milímetro su triunfal regreso al país para desbancar a la derecha del gobierno.

¿Fue la Nueva Mayoría el secreto del éxito? Por supuesto que no. La Nueva Mayoría fue solamente una pulsión refundacional y un proyecto que en rigor nunca cuajó. Lo realmente potente el año 2013 fue la popularidad de la Presidenta, suya, personal, intransferible. Cuando ella se convierte en un fenómeno electoral aplastante y seductor, los partidos que habían sido socios de la antigua Concertación y que ni siquiera habían procesado las razones de la derrota que vivieron el 2010 -sin pensarlo dos veces- se colocaron detrás suyo y aceptaron una alianza con el PC para constituir un nuevo bloque político –la Nueva Mayoría- que los devolvería al poder abjurando, eso sí, de todo cuanto habían realizado desde la transición política en adelante.

¿Estuvo ahí el error? Hoy día es fácil responder que sí, porque ese proyecto refundacional, extremadamente crítico del modelo de desarrollo y formateado por las demandas del movimiento estudiantil del 2011, no interpretaba lo que la mayoría del país quería. Pero ¿tenía el centro o la izquierda alguna otra figura que hubiera podido hacerle el peso a Bachelet para ganar la elección con la holgura que ella tuvo como candidata? Obviamente, no. Los votos eran suyos y nada más que suyos. Muy suyo también fue el gobierno que hizo. Los partidos apenas contaron, y de hecho el Congreso, sobre todo en los dos primeros años de su mandato, fue un buzón donde los proyectos de ley del Ejecutivo hubieran salido como por un tubo de haber llegado algo más pensados y algo mejor redactados. Como no fue el caso, la maquinaria se trancó y, de hecho, no hay iniciativa legislativa que en el último año no haya salido con fórceps.

Lo concreto, en cualquier caso, es que esas iniciativas salieron. Salieron la reforma tributaria, las reformas políticas, las reformas de la educación, la interrupción del embarazo y una infinidad de otras. Lo que no salió, las dos veces, fue la continuidad. La de la Concertación, porque el 2010 ya estaba muy desgastada. Y la de la Nueva Mayoría, ahora, simplemente porque era un proyecto extraviado.

Qué duda cabe que se trata de un fracaso político de proporciones. Para Michelle Bachelet, sí, lo es, aunque dejando en claro que fue ella quien le dio a la centroizquierda ocho años adicionales de poder que a lo mejor no merecía. El fracaso, sin embargo, es mucho más dramático para las colectividades que fueron parte de la Concertación, que nunca se renovaron, que nunca se hicieron cargo de su derrota, que creyeron que bastaba con quemar lo que habían adorado en otro tiempo para salvarse de la debacle y que ahora han despertado con una coalición emergente al lado -el Frente Amplio- que amenaza con barrerlos.

El regreso de la centroderecha al gobierno da testimonio no solo de la voluntad mayoritaria de persistir en los rumbos que el país siguió desde el año 1990 en adelante. También da cuenta de una crisis muy profunda en las colectividades de la centroizquierda, que no hicieron su trabajo después de la derrota del 2010, y que, envalentonadas con el regreso de Bachelet al gobierno el 2014, tampoco discutieron con seriedad a qué tipo de sociedad estaban apostando. Ahora concluye la burbuja en que Bachelet las cobijó por años y vuelta a la intemperie. Están más débiles. Y también más confundidas.