Nancy, sesenta y tantos años, dueña de casa, está parada. Está con su pelo castaño corto sin peinar, como si se hubiera levantado recién. Está con la ropa de ayer, con los zapatos de ayer y con la misma frazada que ocupó ayer. Es verde, es grande y cae encima de sus hombros aun cuando el pronóstico es de 32 grados. Está despierta, a las seis y media de la mañana, luego de un día de espera en una fila que no parece fila, sino más bien un camping improvisado. Está cansada, por eso cierra los ojos y los abre rápidamente mientras sigue conversando. A esta hora hay más de setenta personas afuera del vacunatorio de la Universidad Católica, en Marcoleta, en el centro de Santiago. Nancy espera, y todos esperan, lo mismo: que quiten el cartel.

Sobre una hoja blanca, tamaño carta, en letras negras y gruesas, el mensaje es claro: "No ha llegado la vacuna contra la fiebre amarilla".

El viaje antes del viaje

Aunque las puertas recién se abren a las nueve de la mañana, hay decenas de personas esperando. Algunas, desde las siete de la mañana del día anterior. Varios son de Molina, otros de Talca, otros llegaron el día anterior de La Serena, e incluso unos cuantos han viajado desde Concepción. Vienen con chaquetas, con polar, con frazadas e incluso con sacos de dormir para soportar el frío de la madrugada. Toman café para aguantar la espera. Se sientan en el suelo a mirar, a dormir y algunos a investigar. Saben que muchos, igual que ellos, están buscando la vacuna por Santiago. Y también saben que en el resto de las clínicas donde pueden encontrarla ya había gente a las seis de la mañana.

–Todos decidimos quedarnos. Ayer nos dijeron 'no hay dosis, no hay nada' y de repente llegaron 80 vacunas. Te dicen que no hay, pero yo la voy a esperar –comenta Nancy.

De repente una mujer se acerca con una caja amarilla de chocolates que empieza a repartir. Poco dura lo dulce del chocolate para Nancy. El viaje que tiene planificado desde agosto del año pasado a Buzios, en Brasil, iba a ser distinto. Era la luna de miel que su marido le había regalado por sus 45 años de matrimonio.

–Y mira donde estoy para disfrutarla. Aquí durmiendo en el suelo. Es una situación muy denigrante –dice.

El 23 de enero comenzó a circular la noticia de que había un brote de fiebre amarilla en Brasil y que ya habían muerto 70 personas. La posible picadura del mosquito que transmite el virus se convirtió en el terror de los chilenos. El primer semestre de 2017, 87 mil chilenos viajaron a Brasil, convirtiéndolo en uno de los destinos preferidos a la hora de vacacionar. Para 2018 varios ya habían comprado los pasajes.

Waldo y su familia eligieron Buzios. Pagaron los pasajes en junio y listo. Eso hasta que se enteraron del brote y no les quedó más que peregrinar. De Molina a Curicó, para dormir y luego levantarse a las cuatro de la mañana, pedir un taxi, llegar al terminal y tomar el bus a Santiago. Su viaje a Brasil estaba planificado para el 10 de febrero, así que estaban contra el tiempo porque es necesario inocularse al menos diez días antes de partir. Pero como el Instituto de Salud Pública anunció que liberarían ocho mil dosis el 29 de enero, no imaginaron que se acumularía tanta gente a esperar la vacuna.

A las 8:14 de la mañana hay 170 personas afuera del vacunatorio UC. De pronto llega una mujer de pelo largo y negro, y se acerca a preguntar.

–¿Están ordenados según la lista? Lo que pasa es que vine ayer y se hizo una –dice.

–Acá es por orden de llegada. Nosotros llevamos 24 horas aquí y usted se fue. Estamos en este orden y en el mismo vamos a entrar –explica María Alejandra, quien pasó la noche en la calle.

Ni la UC ni ninguna clínica u hospital tiene protocolo de atención para vacunar. Tampoco hay prioridad para quienes viajan antes a Brasil. La única forma de gestión es la autogestión: las mismas personas deben decidir cómo se ordenan.

Más allá, en el puesto 74 de la fila, está Marco Antonio y su hijo. Usa lentes y viste jeans y una chaqueta azul. En la mano derecha tiene una carpeta y dentro de ella los datos de contacto de todos los vacunatorios, los 18 autorizados por el Ministerio de Salud en la Región Metropolitana. La información, dice, es pésima.

–No contestan el teléfono, dicen que la vacuna no va a llegar o que recién estará disponible el 15 de febrero. Y el Ministerio dice que sí, que va a llegar. La línea aérea no te informa. Uno entra en psicosis, en pánico –cuenta.

Sanofi Pasteur, el único laboratorio que distribuye la vacuna en Chile, informó la mañana del 30 de enero que de las 8.000 vacunas liberadas, 4.000 serían despachadas ese mismo día a las tres de la tarde.

De repente suena el teléfono de la persona número 77. Andrea, una mujer baja y de pelo corto rubio, contesta. Apenas corta la llamada, anuncia que al parecer llegaron vacunas a la Clínica Santa María, que va a ir a ver.

–¿Me cuidai el puesto? –le pide a otra mujer antes de irse.

Fiebre por la vacuna

"Está la cagá en Brasil con La FIEBRE AMARILLA y el Chileno para allá va a contagiarse de vacaciones y hace cola para traer la infeccion de regreso al país, NO HAY CASO, HAY QUE EMPEZAR DE NUEVO". Ese es uno de los tantos estados de Facebook que han publicado cientos de personas aludiendo al virus.

En una clínica cualquiera, entre cientos de personas que esperan inocularse, se escuchan las mismas frases:

-"Esto es un negocio, por eso no nos dan las dosis rápido".

-"Después de que dan la alarma dicen que no es obligación, quién entiende".

-"Igual con el repelente la hacís".

-"Pero el repelente tenís que comprarlo en Brasil, sino no sirve".

-"Un amigo médico me dijo que comprara vitamina B, que con eso expeles algo que no les gusta a los mosquitos".

-"Tal vez el problema es el transporte de la vacuna, debe ser muy grande el cooler".

A las 8:42 de la mañana, al número 55 de la calle Capitán Abarzúa, justo donde está el vacunatorio de la Clínica Santa María, llega una camioneta blanca de carga, marca Renault. Se baja un hombre, abre la puerta trasera y saca, con cuidado, una caja de plumavit blanca, no más grande que un cajón de tomates.

Son las vacunas contra la fiebre amarilla.

–¡Llegó! ¡Llegó! –grita un hombre de camisa azul.

–¿Son las vacunas? ¿Cuántas dosis traen? –pregunta una mujer.

El hombre entra con la caja al vacunatorio. Mientras, afuera, todos comienzan a ordenarse. Las personas, de acuerdo a su orden de llegada, están inscritas en una lista que ellos mismos hicieron.

Son 109 quienes necesitan vacunarse.

Cinco minutos después sale una enfermera con un traje morado. Trae un pequeño rollo con los números de atención que repartirá. Eso sí, antes explica que necesitan mostrar la orden médica y el carnet de identidad. Todas las personas dicen que sí, que traen todo.

–Llegaron 80 vacunas –explica la enfermera.

Y comienzan los gritos de un lado a otro.

–¡Cómo van a ser 80 vacunas!

–¡Pero saquen la lista! ¡Sácala! ¡Pásasela!

–Hay que respetar la fila. Yo soy el 57. Así que a la fila todos, atrás.

Una mujer de pelo largo y vestido a rayas le pasa la lista a la enfermera, quien empieza a llamar en orden.

–Flor Venegas, Valentina Venegas, Melissa, Belén.

Melissa y Belén, ambas de 20 años, habían comprado en noviembre un paquete turístico de seis días a Copacabana, con los ahorros que habían juntado trabajando los fines de semana como vendedoras en un mall. Lo terminaron de pagar hace dos semanas. Tres días atrás se enteraron de que debían ponerse la vacuna. Dicen que van con el dinero justo, así que era acampar o perder el viaje. Llegaron a las once de la noche al vacunatorio y con un par de frazadas se acomodaron en unas barreras de plástico, como las de la carretera, para dormir.

Entraron en tercer y cuarto lugar a vacunarse. Afuera seguía la desesperación por obtener un número.

–¿Venegas? ¿Venegas? –preguntó la enfermera.

–¡AL AGUA! –gritó el grupo, impaciente.

–¿Daniel Acevedo? ¿No? ¿Nadie?

–¡AL AGUA!

Cuando iban en el número 65, justo por la calle Capitán Abarzúa, pasó una mujer baja, vestida con una polera amarilla reflectante. Era un estacionador de autos.

–¡Van todos de paseo a Brasil! Cuando podrían ir a Chiloé, a otro lado, pero no, van a Brasil. ¿Y pa' qué? Si un chilote no tiene nada que envidiarle a un brasileño –gritó entre risas.

Las personas, indiferentes, siguieron esperando por un número. Los rezagados hicieron una lista nueva de inmediato, para no perder sus lugares. Comenzaron a compartir sus teléfonos celulares, siempre con un guiño a la situación: "Daniel Vacuna", "Tere Vacuna", "Cata Vacuna".

En la Clínica Santa María la vacuna cuesta 41.300 pesos. Al salir, Melissa y Belén muestran una tarjeta amarilla que certifica que están vacunadas.

Marcelo, con el número 104, no alcanzó una dosis. Aunque pronto encontró una alternativa que no dudó en comentar con el resto.

–Me la puedo poner mañana, no voy a alcanzar a tener los 10 días, pero igual algo va a proteger, ¿o no? Peor es nada. Porque no podís tener tan mala suerte de llegar y que te pille el bicho altiro. Igual una amiga que ha viajado caleta me dijo que una neurobionta también sirve, tiene vitamina B y estai listo –dijo.

En el grupo de los rezagados se corrió la noticia de que al día siguiente sí habría vacunas disponibles. Pero en el Hospital Clínico de la Universidad de Chile y en el vacunatorio de la Universidad Católica.

Los juegos del hambre

Aunque tanto el Ministerio de Salud, la Subsecretaría de Turismo e incluso la Embajada de Brasil han indicado que la vacuna no es una exigencia para entrar al país, la histeria colectiva sigue. La recomendación, explican, es para los viajeros que van a un listado específico de ciudades que incluyen: Acre, Amazonas, Amapá, Roraima, Rondônia, Mato Grosso, Mato Grosso do Sul, Pará, Maranhão, Tocantins, Piauí, Bahia, Minas Gerais, Espírito Santo, São Paulo, Santa Catarina, Rio Grande do Sul, Goiás e Distrito Federal. El resto de los turistas a Brasil pueden tomar otras precauciones, como comprar repelente con el componente DEET en un 30 por ciento.

Sin embargo, la noche del miércoles 31 ya habían más de 80 personas esperando, nuevamente, afuera del vacunatorio de la UC. En la mañana, había informado la institución, entregarían 100 vacunas.

Como si fuera una guerra de bandas rivales, se habían formado dos grupos. El primero que instaba a respetar una lista de 100 personas, y el segundo, que abogaba por la entrega de las dosis según orden de llegada. Los primeros a la izquierda, y los otros, a la derecha. Separados por una banca, marcando bien su territorio.

-Son ellos o nosotros –dice Valentina.

Tiene un cuaderno en su mano y cuando llega un hombre con un saco de dormir a cuestas, anota a la persona número 38. Le pregunta si se va a quedar. Él responde que sí y camina hacia el final de la fila. Justo al lado de Valentina está Iván, quien explica que los del grupo de la lista les están guardando el lugar a personas que se fueron.

-Mientras nosotros nos quedamos sin dormir. Esto es como un reality show. En cualquier momento se vienen los duelos y los cara a cara. Dijeron que había que pensar en los niños, que cómo los iban a traer, y míralos a ellos –dice Iván y apunta a una familia.

Sentados en la vereda, sobre una frazada, un matrimonio y sus dos hijos están instalados. Abrigados con polerones gruesos y tomando café, miran en un celular la teleserie del momento.

Por unos instantes todos en el lugar se olvidan de las vacunas, de las peleas, de las listas, de la fila.

-¿Y qué pasó con el cura? –pregunta alguien.

-¿Mataron a Quiroga? –grita uno de adelante.

-¿Ya cacharon a la María Elsa? –dice otro.

La calma dura sólo unos minutos. Apenas termina la teleserie, los grupos rivales vuelven a defender sus posiciones. Aún quedan ocho horas para que abran el vacunatorio y comiencen a entregar las dosis. Un hombre de camisa cuadrillé, el líder del grupo de la lista, cruza la calle y conversa con los guardias de urgencias de la UC. Iván, apoyado en la reja, lo mira. Dice que viaja el 10 de febrero, que está contra el tiempo y que su única chance de conseguir la vacuna es hoy. Luego saca un libro de su mochila, y con la linterna de su celular comienza a leer. Es Maze Runner: Correr o morir.