La noche en que mi papá degolló a mi mamá escuché una explosión muy fuerte en el patio y cayeron muchos vidrios cerca mío. Con mis tres hermanos estábamos en una fiesta en una casa frente a la mía, en Peñalolén, donde vivían tres amigos que tenían la misma edad que nosotros: 21, 19 y 14. Yo era la menor.

Era 14 de mayo de 2005.

Después de la explosión, se cortó la luz en todo el condominio y uno de mis amigos llegó a decirme que era mi casa, que se estaba quemando. Partimos todos corriendo hacia allá. El lugar donde había crecido estaba hecho pedazos. La entrada estaba tapada y los ventanales llenos de escombros, como si las paredes hubiesen sido demolidas. También explotaron las cañerías. Parecía zona de catástrofe o de guerra. Mientras nos mojábamos y escarbábamos por todos lados con mis hermanos sólo buscábamos a mis papás. Nunca le dije a alguien, pero yo pensaba que todo era mi culpa, que había dejado la estufa encendida y había provocado todo eso. Pero no fue así.

Cuando logramos llegar al patio trasero encontramos a mi perro que quedó con sordera y tiritaba de miedo, y un poco más allá a mi papá tirado en el suelo vestido con un pijama corto, burdeo, de cuadrillé, con las manos hacia abajo y muchos cortes bien ordinarios en sus muñecas. Luego vi lo balones de gas, las mangueras y a él mismo lleno de sangre.

Para mi papá yo era un cacho. La menor y la más rebelde y con la que tenía más peleas. Él, la mayoría de las veces, se ponía violento. Para mí era normal y no era algo que conversáramos con mis hermanos. Cada uno cargaba su propia cruz, y si a mi mamá le pegaba, le llegaba sola, no con nosotros cerca.

Mi adolescencia no fue feliz pero tenía normalizada la violencia porque lo que me pasaba a mí también le pasaba a otras familias que conocía, aunque yo nunca hablaba de mi familia con los demás.

Sí me gustaba estar con mi mamá. Ella se llamaba Victoria Solís Duffau, era matrona y muy cariñosa con nosotros. La encontrábamos seca. Con mis hermanos nos gustaba ir a regalonearla a su cama en las mañanas -cuando no estaba mi papá-, para hacerle cariñitos. A veces, estábamos en eso cuando encontrábamos sangre entre las sábanas o le veíamos moretones enormes, pero ella daba excusas creíbles. Nunca nos dijo que mi papá le pegaba.

Él era una persona enferma. Quiso tratarse y rehabilitarse del alcohol, pero no lo hizo. Un informe, después de que mató a mi mamá, arrojó que había consumido cocaína esporádicamente, pero yo creo que lo hacía siempre.

Yo traté de hacer otros tipos de familia. Los elegidos eran muy buenos amigos y yo trataba siempre de estar ahí con ellos para cultivar ese vínculo. Con los años, y después de todo lo ocurrido, Jaqueline, mi abuela materna, fue la que finalmente me inculcó valores familiares que hoy tengo. Eso encaminó un poco mi vocación. Actualmente soy enfermera y trabajo con niños. Lo hago, en parte, por un proceso de sanación. Les sirve a ellos, me sirve a mí.

El día en que murió -según supimos después en el juicio- mi mamá esperó a que nosotros saliéramos para decirle que quería el divorcio. Tenía todo listo: las llaves del auto escondidas por si tenía que arrancar a alguna parte y el 133 marcado por si intentaba hacerle algo. No nos había contado a nosotros, aunque sabíamos que ya no daba para más. Él la acosaba; la rondaba en el trabajo, no la dejaba tener amigas y era un celópata. Antes, ella le había puesto dos denuncias por violencia. Esa noche él la degolló en el baño y le fracturó muchas partes del cuerpo. Cuando mi hermano finalmente la encontró, quedó devastado. Se desmayó. Yo no podía creer lo que pasaba y mi hermana estaba en shock.

El jefe de bomberos fue el que esa noche confirmó la noticia. "La mamita está fallecida", dijo. A esas alturas habían llegado mis abuelos maternos, el hermano de mi mamá con su señora -ellos fueron los que nos ayudaron a seguir con nuestras vidas después y les agradezco mucho por eso-, y hasta la prensa. Días después supimos que mi papá dejó una carta que decía: "Perdón papás, perdón hermanos, perdón hijos".

Esa noche nos fuimos a la casa de la familia de él sin saber qué había pasado realmente. En la mañana me acerqué a la tele y supe que mi papá había matado a mi mamá. Ahí se me terminó de caer el mundo. Por el lado paterno nos decían a mis hermanos y a mí que pese al crimen que había cometido, teníamos que perdonarlo. Además, empezaron a hacer la repartija de las cosas que quedaron y que eran de él.

El día del funeral la historia ya figuraba en todos lados. Nos fuimos a vivir con los papás de mi mamá, que obviamente estaban destrozados, pero de alguna parte sacaron fuerzas para apoyarnos. Me cambié de colegio, de comuna y empecé a hacer una nueva vida. Seis meses después me enteré, a través de un medio, de que mi papá había quedado en libertad provisional hasta la sentencia final. Me dio mucho miedo, pensé que podía aparecer en cualquier parte y hacernos algo. Finalmente, la sentencia se la dieron recién en 2012.

Con 14 años me puse a repartir volantes, a vender cositas en mi casa, a mis amigos, para juntar plata para mis estudios. Tras un femicidio, los hijos siempre estamos solos. No hay ayuda económica ni nada, pese a que se sabe que nos quedamos sin papá, sin mamá. Por suerte mis compañeros del nuevo colegio me ayudaron mucho. Ellos no supieron mi historia hasta que se acercaba el primer aniversario de la muerte de mi madre. Ese día, me paré en la sala frente a todos y les conté. Dije que quería organizar una misa en la capilla del colegio y que ojalá ellos, a quienes quería mucho, estuvieran. Quedaron para adentro, pero de a poco fueron levantando la mano: "yo traigo rosas", "yo hago chapitas", "yo hago invitaciones", decían. Hicimos una misa muy bonita. Incluso después me ayudaron a limpiar la casa donde ocurrió todo para volver a habitarla cuando el departamento de mis abuelos se nos hizo chico.

El femicidio de mi mamá fue el número 48 de ese año, pero en esa época aún no estaba tipificado como tal. Fue durante el primer gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet que se ingresó un proyecto que lo incluyó como delito específico y se endurecieron las condenas contra los agresores de mujeres. Empezó a correr en 2012, el mismo año en que condenaron a mi papá que, finalmente, fue ingresado formalmente como "el primer femicida de Chile". Por lo mismo, este hombre ahora está en la cárcel con una condena suficiente para estar hasta que muera en la cárcel. A la Presidenta le enviamos una carta para agradecerle.

Pese a todo, creo que la vida no ha sido tan injusta conmigo, porque pude, con mucho esfuerzo, terminar mi carrera de enfermería. Sé que mi mamá me acompaña a todos lados y lo que le pasó me ha llevado a meterme en organizaciones contra la violencia, a ayudar a quienes pierden a sus papás, y a darme cuenta de cómo quiero vivir y lo importante que es la unión y el apoyo familiar. Si no hubiese pasado esto, no habría valorado a mis hermanos, mis amigos, mis abuelos y mis tíos. No sería una mujer que puede salir adelante frente cualquier situación.

Mi testimonio es un llamado a no normalizar la violencia, algo que yo tenía muy incorporado porque veía que otras amigas pasaban las mismas cosas que yo. Y no es normal gritarse, empujarse, ni tirarse platos por la cabeza.

Mi única pena hoy es que mi abuelo, el papá de mi mamá, falleció justo antes de que le dieran la sentencia final al hombre que mató a su hija. Habría estado feliz de saber que finalmente se hizo justicia. Sé que donde esté, se alegró por eso.