Columna de Constanza Michelson: Todo lo que tengo que decir (sobre el sexo y la vejez)

Adultos Mayores
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Hay quienes tienen la sospecha de que se tiene la misma edad toda la vida. Marguerite Duras, por ejemplo, dijo que envejeció a los dieciocho años. Mientras que San Agustín, en sus Confesiones, declara que el estado mudo y sin memoria del inicio de la vida le resulta un pecado original de la condición humana. Habría preferido, dice, nacer a los siete años. Y es que la edad se nos fija cuando se nos revela la muerte. Ya sea en la enfermedad o en la pérdida, pero también en sus metáforas.

Cuando vemos entremedio del telón de la vida infantil y se nos cae el horizonte de lo infinito; en ese, justo en ese momento se nos parte la vida. Consternados, sepámoslo o no, debemos tomar una decisión existencial: qué hacer con esa verdad. Podemos negarla y recluirnos en el infantilismo mental. O bien, dar la pelea y vivir como adolescentes obstinados en negar los límites de lo humano; luchar contra la gravedad en todos sus sentidos, la caída de la piel o la obsesión por llegar a Marte, que podrían ser versiones de este destino. Otros, quedan fascinados en el sin sentido y el desencanto nihilista o melancólico. Pero está también la posibilidad de bordear este vacío, y sin la ansiedad de taparlo, se puede hacer una vida desde el rodeo a la muerte. Ubicaría acá las experiencias de la creación y el humor.

Habrá, sin duda, varios destinos más, pero lo relevante es que nunca se sabe bien quién habita dentro de un cuerpo, qué edad tiene realmente. Lo que sí sé es que no coincidimos del todo con la ficción de los ciclos de la vida. Especialmente en los tiempos que más nos angustian. La niñez, sin ir más lejos. No hay seres más existenciales que los niños, pero necesitamos teñir la infancia de colores pasteles y seres animados. Las preguntas infantiles nunca nos dejan indiferentes, pues interrogan lo que no tiene explicación. Y en el otro extremo, la vejez. ¿Qué podemos decir sobre una condición a la cual no se quiere llegar; no obstante, es inevitable? Supongo que creamos imágenes estereotipadas y bondadosas, para cubrir el tabú del epílogo, pero, irremediablemente, nos contradecimos. Que los viejos son sabios, decimos, pero al mismo tiempo les recordamos su decaimiento intelectual. Les atribuimos serenidad, cuando sabemos que en la vida, tantas veces, optamos por la fiebre y la montaña rusa emocional, antes que por la tranquilidad. Los imaginamos sin sexo, y a la vez los sancionamos como perversos, ya sea como viejos verdes o viejas calientes.

¿Tienen sexo los viejos? Sólo puedo responder que menos que algunos jóvenes, pero también, mucho más que otros. ¿O vamos a desconocer que el sexo va y viene? ¿Cuántos, con horror, se han topado, en lo que suponen es su tiempo preciso para el sexo, con la persona que quieren y en plena libertad para desplegar sus placeres, con que se les pasaron las ganas? Pues las leyes del deseo no tienen edad. Seguramente la novedad y el obstáculo despierten la pasión, antes que el amor tranquilo, el cual, en todo caso, tiene otras bondades.

Imagino que en la vejez deben doler las huellas de la carne joven. Pero quien sabe si la cercanía con la muerte, genera otras complicidades sexuales. No hay arrebatos pasionales más grandes que en aquellas relaciones donde se intuye la pérdida. Porque sexo y muerte están imbricados, hay una solidaridad secreta entre ambas experiencias, porque exceden todo lo que se pueda decir de las mismas. La ciencia, de manera muy graciosa, intenta hacer algo con estos fenómenos, pero cada vez que un experto habla de estos asuntos queda la impresión de que no está hablando ni de sexo ni de muerte. Con suerte habla de salud, higiene y la felicidad de catálogo. Del sexo y la muerte no se puede hablar del todo, por eso es que siempre terminamos haciendo un chiste cuando entramos en estas materias.

Pienso hasta acá, que lo que nos queda es no exagerar ni con la vejez ni con la ansiedad sexual. El sexo existe, tanto como la muerte, más allá de nuestras convenciones. Me quedo con las palabras de Duras, dos años antes de su muerte. Escribe a Yann, su amante homosexual y cuarenta años menor: "¿Para aliviar la vida? Nadie lo sabe. Hay que intentar vivir. No hay que precipitarse en la muerte. Eso es todo. Eso es todo lo que tengo que decir".

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