Jorge Lizana: "Fui un niño que vivió 4 años en la calle"

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"Llegué del colegio y mi mamá me ofreció una sopita de cebolla con pan picado. Sacó un poco de los platos de mis hermanos y lo echó en el mío. Fue terrible darme cuenta de que les estaba quitando la comida. Subí a mi pieza, arreglé un morralcito y le dije a mi mamá que me iba. Estaba por cumplir 11 años".


Nací en 1964 en Coya, cerca de Rancagua. A los dos meses a mis papás se les quemó su casita y me rescató otra familia en medio del incendio. Mi mamá anduvo loca buscándome dos días y la señora que me tenía le pidió que me regalara. "Si tiene tantos hijos, para qué quiere a éste, regálemelo y nosotros lo criamos", le dijo. Ella tenía tres hijas y quería un hijo. Mi mamá, que ya tenía siete, se negó.

A mi papá le salió trabajo en la mina El Teniente y a fines de ese año nos fuimos a Sewell. Él era muy malo. Se sentaba en la cocina y nos preguntaba las tablas. Si te equivocabas, te aforraba un charchazo. Había tenido una vida terrible, por eso era así: un huaso sin educación que lo único que sabía era golpear.

El 70 a mi padre le dieron una casa en la población El Manzanal, en Rancagua, y por fin supimos lo que era jugar en un patio... pero después de trabajarlo y sembrarlo. En eso él se alcoholizó. El viejo tenía buena pinta y muchas mujeres andaban detrás de él. Entonces, entre las mujeres y el trago ya no proveía. Lo mirábamos pasar con mercadería, chanchos y corderos al hombro, con garrafas de vino, pero no eran para nuestra casa, sino para otras casas.

Como las poblaciones eran nuevas y sabíamos sembrar, comenzamos a trabajar. En la mañana íbamos a la escuela y de ahí hacíamos jardines. Así ganábamos unas moneditas para la casa.

Una vez compramos harina, grasa para hacer chicharrones, sal y levadura. Mi mamá hizo el pancito y con uno de mis hermanos sacamos uno y lo dejamos debajo de la almohada, pensando que a lo mejor mañana no iba a haber. Pero mi papá encontró el pan y pensó que se lo habíamos robado. Fue terrible. Las huellas todavía las tengo: nos bajó a patadas desde el segundo piso con sus bototos de seguridad, después tiró una soga por unas vigas del patio y nos levantó del cuello unos 80 centímetros. Sólo cortaba la soga cuando estábamos a punto de desmayarnos y ahí caíamos como saco de papas. Mi taita era bravo.

Después vino el golpe de Estado y los militares lo empezaron a buscar porque para seguir trabajando en la mina había firmado como miembro del Partido Comunista, pese a que el viejo no tenía idea de política. Se tuvo que ir a Argentina exiliado. Pero antes nos sentó en el living y desde la puerta con las maletas dijo: "Ustedes se van a cagar y comerse la mierda". Con esas palabras. Yo, con 10 años, pensaba: ¿Qué puede un hijo hacerle a un padre para que lo trate así?

Y se fue. Mi madre, enferma de tantos partos y golpes, no podía trabajar y nosotros hacíamos lo que podíamos.

Un día, a fines del 74, llegué del colegio y mi mamá me ofreció una sopita de cebolla con pan picado que les había hecho a mis hermanos chicos. Le dije que sí y sacó un poco de los platos de ellos y lo echó en el mío. Fue un sentimiento terrible darme cuenta de que les estaba quitando la comida. Me sentí culpable de algo, no sé de qué, y lloré. Subí a mi pieza, arreglé un morralcito y le dije a mi mamá: "Me voy, no puedo seguir así". Estaba por cumplir 11 años.

Me junté con unos pelusas que andaban mochileando y partimos a Pichilemu. Todos los días salía a buscar la vida: ayudaba a cargar los bolsos a las señoras en los almacenes o a desconchar mariscos. Después seguí caminando sin rumbo. Pasé por San Fernando, Talca, Linares, Concepción, Temuco. Siempre trabajando y durmiendo donde pudiera. Así estuve dos años.

A los 13 me fui a Valparaíso con un amigo que conocí en el camino, pero que desapareció. Así que quedé solo. La primera noche tuve la mala idea de ir a meterme a los trenes. Pensé que estaban vacíos, pero había guardias que me pillaron en la mañana durmiendo en los asientos y me dieron una pateadura.

Arranqué todo ensangrentado y me puse a caminar hacia Viña; así llegué a la caleta Portales donde había un puente a medio construir sobre la arena. Me conseguí cartones para aislar la humedad y empecé a dormir debajo. Nadie me daba trabajo. Cuando llevaba 15 días así llegué al Hospital Gustavo Fricke donde había unos basureros. Tuve que recoger lo que sobraba para comer. Fue la primera y única vez que lo hice.

Seguí durmiendo en el puente de la caleta y un día vi fuego en la playa. Me acerqué y estaban haciendo un cocimiento con pescado, mariscos, carne, pollo. Alguien me invitó al fogón. Todos eran pescadores de la caleta, y lo primero que hicieron fue darme un plato con cocimiento. Tenía tanta hambre que me comí unos tres al hilo.

Me mandaron a buscar mis cosas y debajo de un bote hicieron una especie de cama. Dormía impecable. Así empecé a trabajar con ellos, me despertaban a las 4 a.m. para tirar botes al mar y me pagaban con pescado que vendía en la caleta.

Meses después empecé a trabajar en el ex matadero frente de la caleta. Me echaban tres sacos de papas de 80 kilos al hombro y hacían apuestas si me los podía. Ya no tenía mayores necesidades, porque cuando estás en la calle lo único que necesitas es comida y techo. En la feria conocí a un viejito que tenía un camión, un Ford 600: allí empecé a dormir. Con él íbamos a Curicó a comprar manzanas y como pasábamos seguido por Rancagua, me dio nostalgia y decidí visitar a mi familia.

Llegar a la casa fue recordar muchas cosas malas. Me sentaba en el patio y me ponía a llorar. Por eso me fui a Santiago a vivir con mi hermana en el paradero 21 de La Florida. Era el fin de mis 4 años en la calle. Estudié en un colegio nocturno, aprendí de construcción y conocí a mi esposa, Ángela, con quien llevamos 35 años juntos.

Hice cursos perfeccionándome en construcción civil y me fue bien: tenía un buen pasar, mis hijos iban en buenos colegios, tenía dos autos. Aunque también me estafaron tres veces mis socios. Ahora los puedo perdonar. Conocí a la Iglesia y me enseñaron cómo hacerlo.

Hoy trabajo independiente y vivo en el Cerro La Cruz, en Reñaca. No tenemos el tremendo pasar, pero no nos falta para comer ni vestir. Hoy si tengo que sacar basura, lo hago. Eso me enseñó vivir en la calle. Hoy sé que nunca nada es tan malo.

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