Acoso y derribo contra Kuczynski




La decisión del Congreso peruano de privar al Presidente Pedro Pablo Kuczynski del permiso para viajar a la Asamblea General de la ONU y al Vaticano en septiembre mediante una maniobra dilatoria importa poco en la práctica, pues la autorización le acabará siendo concedida. Pero ejemplifica la degradación que el poder más importante del Estado está sufriendo en manos del fujimorismo y sus aliados de ocasión durante la Presidencia de Kuczynski. Una degradación que es también la de la política. Ambas cosas -el Congreso, la política- llevan años devaluándose, pero ahora empieza a ser más evidente el peligro que a mediano plazo corre la democracia.

Ningún país puede asistir a un desprestigio sistemático de la política y las instituciones que la enmarcan -los partidos, el Parlamento, la prensa- sin que surjan oportunidades para el aventurerismo o el populismo, de izquierda o derecha.

El fujimorismo, la fuerza principal pero no la única del populismo de derecha, ha convertido su aplastante mayoría parlamentaria -que, contando a sus aliados, como el Apra y a veces la izquierda o la centro derecha centrifugada en bancadas menores, se vuelve inverosímilmente desproporcionada- en un acoso y derribo contra Kuczynski. A medida que aumenta la posibilidad de que las investigaciones relacionadas con Odebrecht afecten al fujimorismo, crece su hostilidad contra el poder ejecutivo. El Presidente, con la flema, buen humor y sentido de lo importante que lo caracteriza, evita la confrontación. Esta actitud ha suscitado el debate sobre si PPK está arruinando su posibilidad de éxito (lo piensa una mayoría de quienes votaron por él) o si, como cree una minoría respetable, su decisión de sacrificar lo anecdótico en favor del largo plazo es la única garantía de que su quinquenio pueda exhibir logros.

La economía crece poco, pero más que la de muchos vecinos y su "seriedad" todavía es correspondida con premios como el mantenimiento por parte de las tres grandes calificadoras de riesgo del grado de inversión de que goza el Perú. El problema es que la economía va por inercia más que por nuevos impulsos y, según admiten las previsiones oficiales, dependerá en el futuro cercano del gasto público antes que la inversión privada. La inversión pública aumentará en principio un 17%; la privada, sólo un 3,5% tras cuatro años de contracción. Para un Presidente que cree en la empresa privada como motor del desarrollo, esto es decepcionante. Lo ha dicho él mismo.

Hay aquí factores que escapan a Kuczynski y a cualquier gobierno. Pero hay otros que son receptivos al liderazgo y el clima general en que se desarrolla la vida pública e institucional. Es allí donde la sensación de acorralamiento de la Presidencia provocada por el acoso y derribo de una bancada fujimorista que parece haber tocado fondo intelectual y éticamente tiene efectos perversos. Los tiene más dado que otras agrupaciones le hacen el juego en detrimento del gobierno, cuya propia bancada, de apenas dieciocho parlamentarios, no sólo es pobre sino que para colmo está dividida.

Sería bueno para Perú que todo este ruido resultara a la postre poco importante y el país recuperara, gracias al sentido del largo plazo de PPK, el ritmo del éxito. No puede descartarse, aunque no resulta demasiado probable. Ciertamente, no augura un futuro fiable: se está incubando un desprecio por la política superior al que las sucesivas elecciones han delatado desde la recuperación de la democracia.

El fujimorismo se está degradando tanto, que le puede surgir un competidor populista de derecha aun peor. Y el antifujimorismo se está degradando tanto por no traducir sus reiteradas victorias electorales en gobiernos entusiasmantes, que le puede surgir un competidor populista por la izquierda. No será un espectáculo edificante.

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