Aleluya




Hubo un tiempo en que la televisión pública chilena transmitía prédicas de evangelistas pentecostales en horario matinal. Eran programas estadounidenses, doblados al castellano con acento caribeño, que tenían como figura protagónica a una suerte de hombre ancla de la fe, encargado de repetir un mensaje de salvación eterna a través de la oración. Los conductores solían ser varones histriónicos, que no dudaban en demostrar su furia frente a la mención de algún pecado o llorar frente a las cámaras como una manera de subrayar un punto que parecía nunca estar suficientemente claro: había que orar. Eso repetían. Lo decían una y otra vez con el semblante de los desesperados, como si no hubiera palabras suficientes para describir su propio convencimiento y transmitirlo en plenitud a una feligresía invisible tras las cámaras. Rezar y obedecer, todo consistía en eso.

Uno de esos teleevangelistas se llamaba Jimmy Swaggart. Era un señor rubio, de anteojos de marco dorado, que siempre vestía traje oscuro y hablaba con una energía desbordante. Iba y venía gesticulando en un set sencillo, mientras su señora -una versión platinada de Nancy Reagan- lo acompañaba sentada en una mesa murmurando "aleluya". Cada tanto, ella le planteaba un problema moral y él lo resolvía invocando un pasaje bíblico. Swaggart daba a entender que todas las soluciones estaban en aquel libro.

En enero de 1987, Jimmy Swaggart visitó Chile en su gira por Latinoamérica. Venía desde El Salvador, en donde una multitud lo había recibido en un estadio. Swaggart gozaba del beneplácito de varios gobiernos centroamericanos que encontraron en su obra una fórmula de pacificación efectiva de la población en tiempos de crisis. Frente a una multitud de salvadoreños reunidos en un estadio dijo: "No les puedo prometer que vendrán mejores tiempos, pero eso no importa, porque de todos modos ustedes irán a un lugar mejor". Claramente, no se refería a una emigración masiva, sino más bien a la conformidad que brinda creer en una vida después de la muerte. ¿Para qué criticar al gobierno por la corrupción imperante si de todos modos vamos a morir? Más importante que eso era emprenderlas contra las bandas de heavy metal -a quienes el pastor acusaba de ser seguidores de satanás- y el movimiento LGBT -el mismísimo demonio.

Tal era el alcance de su obra en Centroamérica, que a Swaggart se le atribuye en parte la conversión del general guatemalteco Efraín Ríos Montt al pentecostalismo. Luego de abrazar una nueva fe, Ríos Montt dio un golpe de Estado y encabezó una seguidilla de matanzas que lo llevarían a enfrentar en las décadas siguientes juicios por genocidio y crímenes contra la humanidad.

En aquel verano del 87, Jimmy Swaggart se reunió con el general Pinochet en Santiago. El pastor lo felicitó por haber encabezado el golpe de Estado, una operación que calificó como "uno de los grandes hechos del siglo" y que habría dado inicio a un régimen que Swaggart consideraba "una bendición para Chile". Pinochet le facilitó el Estadio Nacional para reunirse con sus miles de seguidores, que oraron por el bienestar del general. Un año más tarde la mancha del pecado alcanzó al evangelista luego de que el hijo de un predicador rival -a quien Swaggart había acusado de adulterio- lo fotografiara con una prostituta en un motel. Vino el ocaso, pero no el fin. Donnie, su único hijo, tomó el relevo.

El domingo pasado, entre los oradores del tedeum evangélico, hubo pastores chilenos, un candidato opositor al gobierno y Donnie Swaggart, el heredero de una tradición pentecostal que ha demostrado los prodigios que pueden ejecutarse cuando política y religión se unen en una misma causa. Tal como en Centroamérica en los 80 o como en Brasil y Colombia en la actualidad, la palabra del Evangelio predicada por el líder adecuado, con las ambiciones precisas, puede servir para abrir caminos insospechados a grupos que en lugar de debatir ideas y argumentos, prefieren erigir sus convicciones de hierro como un arma en contra de quienes consideran adversarios. Es la estrategia de los supremacistas blancos cristianos, una versión rubia del Estado Islámico.

Hace una semana, en frente de las más altas autoridades del país en medio de una celebración que supuestamente festeja la república, Donnie Swaggart dijo: "La Biblia nos dice que la rectitud eleva una nación y el pecado es la vergüenza, es hora de que surja la justicia, que sus voces sean escuchadas". Swaggart -un hombre orgulloso de su padre, un pastor que llamó "filisteo" a Barack Obama y que pretende revivir las teleprédicas en Chile- dio un sermón que sonaba como una arenga, casi como una amenaza, de esas que su padre lanzaba por la pantalla y que su madre coronaba murmurando "aleluya", como quien pone un punto final a toda discusión. Un discurso sin dudas, repleto de certezas, pesado como una lápida de mármol que se dispone sobre algo llamado república.

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