Alienígenas y apestados




Hay quizás dos maneras de conectar el cine popular con la inteligencia, dos hebras que comúnmente caminan muy disociadas. Una es por abajo, acatando en principio las leyes de un subgénero tan bastardo o banal como la película de zombies, que es lo que hace Estación zombie del coreano Yeon Sang-Ho. La otra es yendo por arriba, dignificando esta vez el subgénero de la película de extraterrestres con planos solemnes, acordes telúricos, ojos en blanco y pretensiones metafísicas, al modo en que lo hace La llegada, reciente realización de Dennis Villeneuve, cineasta canadiense que dirigió por lo menos dos títulos memorables: Prisioneros y Sicario.

No me cabe la menor duda acerca de cuál es más efectiva. Estación zombie es una película inteligente. La llegada, en cambio, en el mejor de los casos, es una cinta que intenta serlo. Una está arrasando en la taquilla. La otra, muy arty, muy refinada e imponente, quiere hacerse perdonar la pobreza de su inspiración con una puesta en escena sombría y que apela tanto a los maquillajes de la dirección de arte como a las verdades del esoterismo. Uno se entretiene con Estación zombie porque funciona como una máquina inagotable, acelerada y trepidante de emociones, sentimientos, ideas y experiencias sorprendentes. Y uno languidece con las monsergas del chamanismo cósmico de la protagonista de La llegada, una académica del área de la lingüística reclutada por el ejército norteamericano para comunicarse con unos seres de otro mundo que a veces se ven como árboles y a veces como figuras gaseosas.

Todo lo que en Estación zombie convence e incluso emociona, resulta impostado y falso en La llegada. El coreano se siente parte de una tradición de cine popular. El canadiense entra a ese terreno pero con la intención de redimirlo.

Quizás lo que más molesta de La llegada no son tanto sus aspavientos de película seria como sus aspiraciones de trascendencia en definitiva muy ramplona. No es solo un problema de esta película. Es más bien una catástrofe luego que el new-age terminó por infestar buena parte del imaginario contemporáneo. La protagonista es una mujer herida que perdió a una hija suya por culpa de un mal incurable y que, en función de esa experiencia, por lo visto, tiene alguna conexión con verdades que no son de este mundo. Amy Adams, una de las mujeres más lindas del cine actual, se posesiona de esa línea directa con el más allá, olvida todos sus encantos, que son muchos, y asume con la vista perdida en el horizonte su destino de médium. No es para menos. Ella nos va a salvar y terminará aguachando a las bestias alienígenas. La cátedra aúlla porque esto es sublime, muy sublime, y huele a transcendencia. Y la verdad es que a lo único que huele es a trampa, a gato por liebre, a estética cursi y a cosmogonía kitsch.

Como Yeon Sang-Ho no se avergüenza de lo que hace, como proviene de los arrabales del animé, como quiere incondicionalmente a sus personajes y no anda pidiendo excusas por hacer una película muy pero muy masiva, Estación zombie sí se permite mostrar que sus personajes no son de una sola pieza, que varios de ellos tienen subterráneo, que la idea del sacrificio no es privativa de las viejas películas de Oeste, que la cultura del éxito puede ser una epidemia peor que la de los muertos vivientes y que en el auténtico cine popular las emociones nunca pueden andar muy disociadas de los sentimientos.

Le creí a Estación zombie. Y me apestó la de Villeneuve.

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