Cine sonoro




A veces pienso que el cine se juega tanto en la visualidad como en el lenguaje. Conceptos más o menos ampulosos e inasibles, como identidad nacional o cultura popular, cristalizan mejor en una frase, en un chiste, en una expresión que provoca de inmediato cierta identificación y cercanía.

Quien primero entendió esto fue Raúl Ruiz. Siguiendo los dictados de Nicanor Parra filmó Tres tristes tigres, portentosa y alucinada película que hace de las deformaciones del lenguaje cotidiano su marca de estilo. Poco importa que la trama nunca quede muy clara. Son cuatro personajes que deambulan por bares de Santiago y el departamento de uno de ellos. En el habla (en su tono sobre todo) se reflejan las diferencias sociales, los prejuicios de clase, las frustraciones y ambiciones con que encaran el presente.

Ruiz era un maestro a la hora de filmar esas conversaciones inconducentes, llenas de rodeos e interrupciones, lo que provoca el efecto de que se está hablando de dos o tres temas al mismo tiempo. Y entre medio están los chistes y esos ruidos que uno no sabe cómo ni cuándo llegaron al idioma. Para Ruiz, por ejemplo, "chhhhhhssss" era una forma del escepticismo.

Otras películas que captan de manera extraordinaria la dimensión oral son Te creís la más linda (pero erís la más puta), cuyo título ahorra todo comentario respecto del coloquialismo, y Educación física, sobre un profesor de San Antonio que vive con su padre y come chatarra todo el día para atenuar la ansiedad; es decir, el miedo. Las conversaciones entre ambos transmiten una sensación de verdad fabulosa, como si fueran anteriores al cine. Es frecuente que la pregunta más banal no se conteste o se conteste con otra pregunta nada que ver. ¿Cómo estuvieron las clases?, por ejemplo, queda flotando porque el hijo le pregunta si pagó la cuenta de la luz. Y de ahí se saltan al pastel de papa que está en el refrigerador. Nadie, sin embargo, podría decir que entre ese padre y ese hijo no hay comunicación.

Ahora en Netflix está la serie Historia de un clan, que condensa la creatividad de los argentinos para jugar con el lenguaje. Cuánta imaginación y humor y plasticidad hay en los sobrenombres, en la talla de doble sentido o en la información que se desea transmitir en clave. La acción se basa en una historia real, la de una familia de clase media que secuestraba millonarios en los 80. La trama solo se vuelve espeluznante hacia el final, porque la comicidad de los diálogos atenúa lo macabro durante gran parte de la serie.

El efecto es totalmente distinto al que provoca El clan, la película de Pablo Trapero sobre el mismo caso. Aquí el lenguaje es plano, estándar, quizá porque se trata de una coproducción con españoles. Es frecuente en este tipo de asociaciones la limpieza de los tics verbales, seguramente porque se cree que así se comunica mejor. Tonterías. Un crimen igual se cometió con Plata quemada, la novela de Piglia que es puro coa y que en su versión cinematográfica adolece de toda la vibra poética que aporta el lunfardo.

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