¿Cuánto más esperar?




A UNA SEMANA de la elección municipal, persisten las especulaciones sobre la cantidad de ciudadanos que concurrirán a votar. Tal como tantas veces se ha recordado, las tasas de participación electoral han caído sistemáticamente en la última década, constituyéndose en un síntoma del debilitamiento de nuestra democracia. Como obviamente se ha insistido, se trata de un fenómeno mundial, el que sin embargo tiene algunas especiales características locales que lo transforman en una cuestión todavía más compleja.

Durante el último tiempo se evidenció con inusitada crudeza la obscena influencia del dinero en los asuntos públicos, lo que acompañado de fenómenos estructurales de cooptación del aparato estatal por intereses de nicho y la instalación de la corrupción como una variable más estructural, han terminado por sepultar el ya alicaído prestigio de la actividad política y la confianza que los ciudadanos depositan en las capacidades y motivaciones de sus principales protagonistas.

De esa forma, y si nada ha de variar significativamente -piensan algunos- poco y nada de interés por sufragar y menos legitimar un sistema que sienten cada día más lejano e ineficiente.

Como si fuera poco, y pese a todos los cambios que se han acometido para perfeccionar nuestra institucionalidad pública, iniciándose así un importante esfuerzo por revertir el deterioro y la desconfianza, resulta tragicómica la noticia de que medio millón de personas fueron involuntariamente cambiadas de sus habituales lugares de votación.

Sin una razonable explicación sobre lo sucedido, y en los hechos conspirando para que todavía sean menos las personas que el próximo domingo concurran a sufragar, la autoridad no parece hasta ahora aquilatar lo grave de esta situación. En efecto, en una semana más, serán pocas las miradas atentas al desenlace de las elecciones municipales y, por el contrario, es muy probable que este último episodio sólo alimente la incipiente crítica que ya se efectúa sobre legitimidad del proceso y sus resultados.

Lo único positivo es que los principales protagonistas de la clase política dirigente no deberían seguir comportándose como si nada ocurriera y, más compelidos que convencidos, tendrán que afrontar un escenario que, desde lo delicado, comienza ya su tránsito hacia lo peligroso.

Muchos esfuerzos se están haciendo en esta materia, pero no todavía los suficientes.

Cada una de las reformas políticas que se han implementado y que actualmente se discuten en el Congreso, han debido ser licuadas en la espuria negociación con los propios incumbentes, quienes sin pudor alguno se suman o restan de las iniciativas según si afectan, o no, sus privilegios y prebendas; conspirando corporativamente y de manera transversal para el fracaso de estos cambios y, como si fuera poco, revistiendo sus argumentos de un discurso que reclama por la dignidad de una actividad que ellos mismos no han dilapidado sin miramientos. Lo que ocurra este 23 de octubre será sólo una señal más de que se nos acaba el tiempo.

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