Debate presidencial: un show más




Ver un debate presidencial por la televisión constituye, a estas alturas, una experiencia peculiar gracias al descrédito en el que ha caído la política en el presente. En esto hay algo de deja vu pues en un mundo donde no hay distinción entre las redes sociales y los medios tradicionales, se trata de un formato que tiene algo de atávico o excéntrico; acaso un anacronismo republicano con el que no sabemos muy bien qué hacer. O quizás sí: sentarse y disfrutar de un show inesperado, como el del lunes por la noche, cuando Anatel programó el último de esta elección presidencial.

Fue una situación extrema; pues no había moderador, los candidatos tenían derecho a réplica en la medida de que eran aludidos por otro participante y la duración del evento fue larguísima. Con todo, tuvo un rating inusitado para un programa de estas características. ¿Valió la pena? Obvio. Todo fue extraño, artificioso y patético. Así, si los tics y los papeles con gráficos que sacó Piñera se convirtieron en un meme inmediato; la obsesión de Marco Enríquez Ominami por victimizarse lució tardía, acomodaticia y más bien patética. Ese patetismo también recorrió el rostro de un Alejandro Guillier impávido y quizás sombrío, incapaz de mostrar cualquier clase de sentimiento que no fuese la resignación o cierto abandono, como si su participación en la campaña fuese un calvario o un mero accidente. Lo mismo puede decirse de Kast (que justificó la tenencia de armas y la enseñanza obligatoria de la religión, entre otras cosas) y de Navarro (un hombre al que se le hizo difícil explicar sus propias propuestas en varios temas). Que Beatriz Sánchez y Carolina Goic, a posteriori, hayan sido las mejor evaluadas del debate es casi un premio de consuelo ante el hecho de que fueron omitidas e invisibilizadas por el resto de los candidatos.

Eso se suma a la ausencia de épica y grandes relatos en esta campaña, dedicada a polemizar por minucias y sacarle provecho a cualquier drama de modo superficial, algo exacerbado por las preguntas de gran parte de la prensa, muchas de ellas formuladas con el tono de un examen de grado. Aquello ha tenido un sentido práctico (ver qué queda de verdadero en la cháchara electoral) pero también le ha quitado algo de profundidad a los debates, que más bien han terminado pareciendo un "cara a cara" de reality show, todos acuchillamientos maleteros para ver quien le saca más sangre al rostro del otro. Por supuesto, para el espectador aquello ha resultado divertido pero carente de valor práctico: nada nuevo para un público acostumbrado a la gramática de la confusión y la violencia verbal de programas como Volverías con tu Ex.

Por lo mismo, una figura como la de Eduardo Artés ha sido la más interesante. Artés no tiene nada que perder y ha disfrutado como nadie su paso por la televisión. Nostálgico de una izquierda que solo sobrevive cómo ficción, se ha aferrado a ella con delirio y elegancia. Estos días no solo ha ido a matinales (donde ha sido un panelista perfecto) sino que ha sido capaz de burlarse de modo maravilloso de Sergio Melnick. El debate de Anatel fue su canto del cisne, más allá de su inquietante explicación de cómo estatizar la producción nacional de salmones, pues Artés corrigió a Piñera en un dicho ("miente, miente, que algo queda") que éste le atribuyó a Lenin: "Lenin jamás dijo lo que usted dijo, amigo mío. Eso es un dicho que puede explicárselo mejor el señor Kast, del ministro de propaganda del régimen nazi de Hitler". Consciente del espectáculo, Artés lo leyó desde esa levedad que los otros se esforzaban por ocultar. De hecho, fue el mejor momento del programa: esquirlas de un humor negro que fueron el único antídoto ante la falsa gravedad del resto, donde campearon los lugares comunes y los tics, las conspiraciones pegadas con engrudo, la violencia presentada como atributo ciudadano, el buenismo de manual y el vacío disfrazado de un triste espectáculo.

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